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Mostrando entradas de 2014

La ventana al patio

Él estaba ahí, de pie, frente a la puerta. La mano sobre el picaporte, los pies impacientes, el corazón en la boca. Se moría de ganas de bajar la mano, de empujar la puerta, de dar un paso ahí adentro, donde todo era oscuridad que se lo tragaba vivo noche tras noche, queriendo siempre encontrar algo diferente, algún huequito que dejara entrar con una reverencia algún haz de luz coqueto y lleno de volados revoloteantes. Pero nada, detrás de la puerta no había nada más que oscuridad. Así que arrastró sus pies descalzos a tientas hasta chocar contra una silla, contra un montón de ropa, con papeles doblados, con dibujos olvidados, y alcanzó la cama. Sus rodillas alcanzaron el borde del colchón, sus manos alcanzaron las arrugas de las sábanas, su cara alcanzó y se hundió en la oscuridad acumulada en la almohada. Cuando sus ojitos se acostumbraron a la penumbra, pudo ver las paredes alzarse a su lado hasta casi el infinito, las telarañas colgando de las esquinas, la

Hombrecito

«¡Será tan divertido! Tendrás quinientos millones de cascabeles y tendré quinientos millones de fuentes...» A de S-E. Se acordaba de su voz de hombre grande hablándole con ternura, del temblor de sus palabras, de la calidez con la que se dirigía al hombrecito que fue alguna vez. Se sentaba, como todos los días, a ver la puesta del sol. A veces, la veía varias veces. Movía su sillita un cachito más allá y veía la brillante enormidad caer tras su pequeño horizonte una y otra vez. Extraía, como todos los días, alguna que otra raíz de baobab que se atreviera a querer apoderarse de su asteroide. Regaba, como todos los días, a su rosa, que con sus cuatro espinas y los pétalos más tersos del universo se contoneaba y sonreía para él, que estaba ahí para cuidarla. Y como todos los días desde que volviera, se sentaba un ratito a acariciar a su cordero encerrado en la caja. Y después volvía a sentarse. Y sentado se acordaba de cuando bajó y se posó sobre toda esa arena dorada y se en

De los niños interiores y otras historias de locura

Ahí estaba ella, lavando los platos. Sacudía la cabecita, los cabellos despeinados rebotando acá y allá. Tenía jabón hasta los codos y los dedos arrugados. Abría y cerraba la canilla, trataba de rascarse el mentón o un hombro con algún dedo más limpio que los otros nueve. Apoyaba las caderas en la mesada, hacía ya mucho rato que estaba ahí. Y se miraba desde lejos, desde la espalda, se veía lavar, cantar en silencio, mecer la cabeza y hablar con alguien que no estaba ahí por el simple hecho de odiar el silencio y tener esa necesidad de hablar que pugnaba por salir de lo más profundo de sus entrañas inquietas, de su hermosa y ruidosa mente. —Te faltó un poquito ahí —se dijo. Y un poco más allá estaba él, lejos en su mundo, con la cabeza que estallaba de ruido y el pecho que se le abría a la mitad de bronca. Daba un paso y tropezaba, se tiraba de los cabellos y terminaba por arrancarse alguno. Rechinaba los dientes, tenía más calor. Hasta que aparecieron sus cinco años.

La lluvia creará equilibrio

Se le derrumbaba la casa sobre la cabeza, sobre los hombros, se le escapaban las palabras de la boca y las manos de sus manos, temblaba el suelo bajo sus pies. El cielo era negro, azul, rojo con cicatrices brillantes que destellaban en sus ojitos que se derramaban sobre las pecas en sus mejillas. El silencio era absoluto, exceptuando su respiración, que se perdía apenas más allá de su nariz colorada, y cada tanto el cielo, muy allá arriba, se abría en dos y rugía sobre ella. Hasta que empezó a gotear, a lloviznar, a llover, a arreciar de arriba para abajo, desde las nubes negras hasta lo mojado de sus zapatos. Y se llenó el aire de agua, y se llenó el silencio con el ruido de caer. Y entonces le dijo «sh», una mano en su cabecita húmeda y despeinada, «la lluvia creará equilibrio».

Escuchaba

  Estaba ahí, inmóvil. Había pasado, como sin querer, arrastrándose del fulgor a las sombras mientras apagaba una a una las luces que encendían la casa para ella. Iba por los pasillos, los pies descalzos, fríos, el camisón casi transparente flotando al rededor de sus piernas pálidas, las páginas amarillas de su libro favorito apretadas con firmeza contra su pecho, la compañía perfecta para echarse a dormir sola. Hasta que los cuchicheos, las risitas ahogadas y los susurros en orejas ajenas llegaron hasta ella, hasta el centro de su cabecita soñadora adormilada, casi ausente, y no pudo evitar más que quedarse ahí, inmóvil. Las luces ciegas a su alrededor, la penumbra reptando por entre los deditos de sus pies, acariciándole las piernas, tironeando del camisón. Sus manitos temblando apenas, sudando, el libro que sujetaban resbalando de a poquito. Por un momento, como si supieran que estaba ahí, todo se volvió silencio aplastante, vacío inalcanzable, quietud, y ella mordió su

Acostados

La sien que se hundía un cachito, lo justo como para encastrar su cabecita despeinada en la puntita de su clavícula, la oreja colorada y aplastada, retorcijada contra ese hombro ajeno, cada uno de sus largos cabellos apuntando a una dirección diferente, algunos enganchaditos apenas de esa barba de ayer, todos los demás perdiéndose en las dunas interminables de almohadas aplastadas y sábanas enredadas. De repente, en esa duermevela interminable, con las luces que parpadeaban largo, con el sueño que amagaba pero nunca les cerraba los ojos, movió apenas la cabeza, como encastrando bien los engranajes de ese reloj que empezaba en sus pies de cosquillas eternas danzando por debajo de las sábanas, las piernas enredadas a tal punto que no sabían cuál era de quién, las caderas que no dejaban pasar el aire, la luz o la oscuridad, los dedos inquietos que correteaban sobre las costillas y saltaban el fozo del ombligo se veían aprisionados para siempre entre otros dedos más grandes y menos á

Musa

¿Alguna vez sentiste en tus huesitos lo que es ser inspiración? ¿Dejar de ser vos en carne propia para pasar a ser vos en el aire, en las ráfagas de viento, en la calma antes de la tormenta? ¿Tenés alguna idea sobre cómo se siente verte más allá de sus ojos, de sus manos, de su boca, salida del centro de su alma, de lo más recóndito de su cabeza, donde sos humo dulce que niebla los sentidos, donde estás grabada a fuego, donde estás clavada a todos y cada uno de los vagones de sus trenes de pensamiento? ¿Te pasó de verte trazada en tinta, con tus curvas dibujadas con los ojos cerrados, un ademán ciego, una voltereta en el aire que terminó aterrizando sobre ese papel medio arrugado, medio con aroma a él después de haberle dormido encima quién sabe cuántos días?, ¿o quizá leerte entre, debajo y sobre las líneas del principio al fin de un cuento enredado, un poema cortito, una canción sin rima ni métrica? ¿No sabés de qué te hablo cuando te cuento sobre saberlo sentado ahí, frente a

Lagartijas y sus colas

Máscaras sueltas y carnavales. Paisanos y techos de otro pueblo. Momentos sin relaciones. Qué arriba y qué abajo. Primero, segundo y tercer momento. Propuestas, grumos. «Perfecto, le creo». Batir. Trabajar. Constante. ¿Cómo llegamos? Olvidándonos de todo. (Ninguna de estas palabras me pertenece, sino a un profe de la facu, a una tardenoche de no dejarnos ir, a una clase de insistencia y analogías metafóricamente morfológicas. Yo solo las anoté mientras se le caían de la boca. Esto, señores, es una clase de morfología. Esto, es una partecita de estudiar arquitectura.)

Soñé que no veía nada

       Despertó desperezándose a lo largo de la cama, enredada en las sábanas, sus cabellos de sol naciente desparramados sobre la almohada, estirándose su cuerpo en toda su longitud, quebrándose de a tramos en ángulos de los más cómodos, sus labios entreabiertos, sus ojos bien cerrados. Las ventanas abiertas dejaban entrar la oscuridad de la mitad de la noche, ondeaban apenas las cortinas, y sus pestañas atajaban el haz de luz que pretendía terminar de despertarla.    Sin embargo, apenas abrió sus ojitos de caramelo derretido, descubrió que no podía ver, y no podía ser. ¿Estaba ciega?    No, ciega no, porque más allá podía ver todo lo que sabía que estaba ahí, con sus colores estáticos, esperando por ella, que no se animaba a bajar de su nube, a moverse, a pisar el suelo que no era más que una mancha bajo sus pies colgantes, que de repente parecían haber perdido su forma, sus bordes, sus uñitas pintadas.    Mas bajó, pisó el piso así como si se sacara el saco, estiró sus br

Lip-sync

   El día había amenecido ventoso, como si la costa del mar hubiese corrido a instalarse en las playas de ese río sucio, arrastrando consigo los vendavales que levantaban faldas desprevenidas, enredaban cabellos y cablecitos, se colaban entre las orejas y los auriculares acolchonados. Y sin que nadie se diera cuenta, muy rápido se les escurrió el día entre los dedos, cayendo sigilosa la noche que se instaló fría, helada.    Ella quería ya llegar a casa, con la mochila en los hombros doblemente cargada y las manos llenas. Cerraba los ojos y bostezaba sentada ahí, apretujada en la multitud, hundida en su asiento en esa pecera que atravesaba la ciudad. Su piecito congelado marcaba un pulso que nadie comprendía, sus deditos tamborileaban, su cabecita iba de un lado al otro suavemente, sus labios redondos y brillantes dibujaban las palabras en silencio que cantaban en susurros a sus oídos a través de los auriculares.    Iba con las orejas calentitas y las pestañas caídas cuando, de

Cómo tocan sus manos

  Estaba sentada, acostada, tirada, de pie, de cabeza. No sabía. No importaba.   Tenía los ojitos cerrados, las petañas arrebujadas, enrredadas, con el maquillaje de ayer arremolinado a su alrededor, y apretaba los párpados, los labios secos.   En su cabecita soñadora ella flotaba, sus bracitos blancos caían hacia abajo, sus lunares aferrándose para no caer, lo dedos de sus pies bailaban en el aire, su cabellos eran remolinos que giraban hacia todos lados, su piel brillaba en la oscuridad.   Todo era vacío ahí afuera. Sin embargo, por dentro tenía un torrente de llamas que la recorría de pies a cabeza, un caos completo que le desordenaba la cabeza y le enredaba las entrañas, un universo entero a punto de explotarle en medio del pecho. Le latían los oídos, su corazón galopaba frenético, le hervía la piel, le zumbaba la cabeza, estaba envuelta en escalofríos.   Y todo en lo que podía pensar era en sus manos. Quería saber cómo tocaban sus manos, a qué sabía su boca, a qué olía

Contacto

obligatorio escuchar~    Estiró esa manaza suya que tenía, medio temblando de miedo, un poquito de vergüenza y una pizca de frío, y la acercó despacito. Ella estaba ahí, a un paso de él, su cuerpecito emanando la tibieza que se le escapaba por esos ojos curiosos, los labios rosados que trataban de morder una sonrisa incipiente, insistente, las mejillas sonrosadas, las pestañas arqueadas batiendo el aire, los puntitos de polvo que brillaban bajo la luz de la única lámpara de por ahí cerca bailando, meciéndose apenas ante sus ojitos destellantes, derretidos, entre los dos.    Después de lo que le pareció una eternidad, sus dedos largos y toscos alcanzaron lo suavecito de esa piel que parecía tener pelusita de durazno, que era como manito de bebé, que estaba tan tibia como la cocina de mamá. La tocó apenas y ella entrecerró los ojitos y movió un cachito la cabeza, levantó el mentón, expuso su cuello un poquito más y lo invitó con una sonrisa tímida a deslizarle sus dedos por la m

Que tiene payé, dicen

   Después de un día entero caminando hundida entre las lagunas y sus esculturas, allá, del otro lado del río, volvía a casa.    A su casa, esa que quedaba entre las calles de terracota, de arenas movedizas, una de las tantas que son más de la mitad sin adoquines, pavimento, cordones ni rampas en esa ciudad que todavía es mitad campo, con los ico-ico que dan vueltas por el centro y aprendieron de las motos a galopar sin poner el guiño y circular por el lado equivocado de las calles, por las que pasean, se arrastran y levantan polvo alpargatas de todos los colores habidos y por haber, con sus árboles de copas de algodón de azúcar rosado, como el horizonte detrás del puente en verano, invadiendo de pintitas las calles cada primavera, con sus muros de colores que cuentan las historias mejor que cualquier abuela, con su virgen morenita, con su gente y sus Che que de Guevara no tienen nada, que es una república aparte.    El colectivo iba en silencio surcando la oscuridad que se cortab

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  Y ahí estaba ella, encorvada, arrastrando las rodillas, el cabello acariciando el piso, con todas sus pasiones recogidas y bien atadas.   Sobre su espalda inundada de lunares se sentaba una pequeña joroba que de vez en cuando le soltaba una patada o dos, que se balanceaba colgada de sus hombros puntiagudos, que se arrastraba y rasguñaba en su camino hacia la cima subiendo, haciendo alpinismo aferrándose a todas y cada una de las vértebras sobresalientes de esa columna empinada que dibujaba curvas y contracurvas de norte a sur.   No era grande, no era tan grande, no aún, mas le pesaba como si llevara encima en mundo entero, como si ella fuese la alfombra de todos esos elefantes que extrañaban sus colmillos de marfil, el cochecito de todos los niños perdidos que no sabían volar, la grúa de miles de cargamentos varados, y pesaba como todos los embarazos perdidos en ese universo, como las mochilas cargadas del primer día de clases, como un par de zapatos bien puestos a mitad d

Prefacio a los ojos vendados

   Se conocían desde siempre, la vida se encargó de que así fuera, pero no dejaban de separarse y de volver a juntarse.    Muchos años de distancia se interpusieron en el medio la primera vez, y de una infancia feliz de correr tomados de la mano y caer juntos, pasaron a no reconocerse cuando volvieron a cruzarse en medio de confusiones, gritos, un escándalo al rededor y el mundo detenido sólo para ellos, y no pudieron atinar a nada más que a enamorarse perdidamente, a entregarse en cuerpo y alma. Se amaron esa primera vez como pioneros, se encontraron recorriéndose como a tierra nueva, se descubrieron reencarnando a Colón y sus carabelas.    Pero de repente, sin que pudieran preverlo, sin precauciones tomadas, sus caminos se enfrentaron a un barranco que necesitaron saltar, la vida misma les dio un empujón y terminaron cayendo lejos uno del otro, echándose la culpa, odiándose, envenenándose mutuamente y sin quererlo realmente.    Y cuando se encontraron de nuevo, fu

Ojos vendados

   -Eras vos, siempre fuiste vos -le decía agarrándolo de la cara, con las palmas sudorosas y los dedos temblando, susurrándole, exhalando sobre los labios húmedos que no podía dejar de besar.    -Y vos... no lo puedo creer -susurró él en un jadeo que lo dejó sin habla. No parpadeaba pero tampoco se atrevía a mirarla a los ojos, a esos ojos enormes como caramelos de dulce de leche que se derretían sobre él cada vez que lo miraba, que le clavaba la vista y no podía evitar ponerse a temblar, sentir que le ardía la piel, que el corazón le latía en los oídos mientras se clavaba un par de dientes en el labio sin poder ocultarlo ni hacer algo por evitarlo-. Me mentiste, todo este tiempo ¡me mentiste!    La apartó un poquito, lo suficiente para poder sentir que podía respirar aire fresco de nuevo, y la soltó con cuidado, cerrando los ojos con fuerza, deseando que no lo odie.    -¡Vos también me mentiste! ¿Cuántas fueron las veces que me trajiste hasta acá vestido de negro, con la

El cuaderno

Era nuevo en sus manos, con todas sus hojitas en blanco, los renglones bien alineados, el espiral que giraba en un bucle perfecto, ni una puntita doblada. Sin embargo, le parecía que ya había pasado por tantas manos, tantos siglos, tantas historias, y que se dedicaba a ocultarlas todas, a guardar en sus pulcras entrañas los más recónditos secretos, las pasiones más seductoras, los deseos más ardientes, las muertes más estremecedoras, las aventuras más fantásticas, los fantasmas de tantas vidas, los corazones más grandes, las más sabias almas nunca antes conocidas y que nadie nunca llegaría a conocer. Y ella se sentaba ahí, a observarlo con atención, con las manos juntitas bajo el mentón, con sus rizos mezclándose con sus pestañas larguísimas, con esos ojos curiosos llenos de sol, respirando ansias, pero sin animarse a abrirlo, a hojearlo, mucho menos a escribirlo. En sus manos se sentía tan pesado, tan experimentado, que creía no iba a poder llegar siquiera a lo

El sueño

    el sueño de Marce    Sentado en el centro de la habitación que por fin había dejado de girar, sumergido en la oscuridad asfixiante que se extendía más allá de la pequeña burbuja de luz que emitía una lamparita que colgaba desnuda sobre su cabeza, podía ver el sillón que se mecía lentamente, iba y volvía, y susurraba, y gemía bajito. Cuando esa montaña de cuero y suspenso se giró hacia él, sus ojos se descolocaron, los vellos de su nuca se ahogaron en sudor frío y empezó a temblar, era ella otra vez.    -Doctor, necesito ayuda -le dijo. Se acariciaba el vientre plano como tabla de planchar, lloraba, retorcía sus piernas y lo miraba con los ojos abnegados en sangre y sudor.    Recordaba haberla visto infinitas veces, arrastrándose hacia él cuidando de no aplastar su bebé, de no clavarle las puntas de sus huesos afilados, pero no había nada a lo que clavarle algo, él estaba seguro. Esa mujer no llevaba tal criaturita en esas entrañas retorcidas en oscuridad y reto

del mar y de alguien más

Había ido a conocer el mar. Tanta tierra, tantos horizontes polvorientos, tantos mantos infinitos de césped seco, tanto olor a casa cerrada la tenían adormecida, enajenada, aburrida. Entonces se tragó las horas y los kilómetros interminables de cemento conforme iban pasando a su alrededor. El sol se ocultó y volvió a salir varias veces del otro lado de la pecera en que viajaba y a sus oídos llegaron cuentos y fábulas que no le sirvieron para dormir. Pasó días enteros viajando, volando, arrastrándose por sobre carreteras, esquivando luces, escondiéndose tras pantallas y anteojos de sol. Sin poder enumerar los días, iba contando las lunas. Y un mediodía, con el sol rajándole la cabeza y la brisa caliente colándose por los huequitos de su ropa, el viaje se detuvo y se puso a dar vueltas, a subir y bajar, a bailar, y ella  de repente se vio riendo de nuevo como una nena chiquita llena de magia. Después, y muy rápido, todo regresó a la normalidad, al cemento caliente bajo sus pie