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Mostrando entradas de marzo, 2014

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  Y ahí estaba ella, encorvada, arrastrando las rodillas, el cabello acariciando el piso, con todas sus pasiones recogidas y bien atadas.   Sobre su espalda inundada de lunares se sentaba una pequeña joroba que de vez en cuando le soltaba una patada o dos, que se balanceaba colgada de sus hombros puntiagudos, que se arrastraba y rasguñaba en su camino hacia la cima subiendo, haciendo alpinismo aferrándose a todas y cada una de las vértebras sobresalientes de esa columna empinada que dibujaba curvas y contracurvas de norte a sur.   No era grande, no era tan grande, no aún, mas le pesaba como si llevara encima en mundo entero, como si ella fuese la alfombra de todos esos elefantes que extrañaban sus colmillos de marfil, el cochecito de todos los niños perdidos que no sabían volar, la grúa de miles de cargamentos varados, y pesaba como todos los embarazos perdidos en ese universo, como las mochilas cargadas del primer día de clases, como un par de zapatos bien puestos a mitad d

Prefacio a los ojos vendados

   Se conocían desde siempre, la vida se encargó de que así fuera, pero no dejaban de separarse y de volver a juntarse.    Muchos años de distancia se interpusieron en el medio la primera vez, y de una infancia feliz de correr tomados de la mano y caer juntos, pasaron a no reconocerse cuando volvieron a cruzarse en medio de confusiones, gritos, un escándalo al rededor y el mundo detenido sólo para ellos, y no pudieron atinar a nada más que a enamorarse perdidamente, a entregarse en cuerpo y alma. Se amaron esa primera vez como pioneros, se encontraron recorriéndose como a tierra nueva, se descubrieron reencarnando a Colón y sus carabelas.    Pero de repente, sin que pudieran preverlo, sin precauciones tomadas, sus caminos se enfrentaron a un barranco que necesitaron saltar, la vida misma les dio un empujón y terminaron cayendo lejos uno del otro, echándose la culpa, odiándose, envenenándose mutuamente y sin quererlo realmente.    Y cuando se encontraron de nuevo, fu

Ojos vendados

   -Eras vos, siempre fuiste vos -le decía agarrándolo de la cara, con las palmas sudorosas y los dedos temblando, susurrándole, exhalando sobre los labios húmedos que no podía dejar de besar.    -Y vos... no lo puedo creer -susurró él en un jadeo que lo dejó sin habla. No parpadeaba pero tampoco se atrevía a mirarla a los ojos, a esos ojos enormes como caramelos de dulce de leche que se derretían sobre él cada vez que lo miraba, que le clavaba la vista y no podía evitar ponerse a temblar, sentir que le ardía la piel, que el corazón le latía en los oídos mientras se clavaba un par de dientes en el labio sin poder ocultarlo ni hacer algo por evitarlo-. Me mentiste, todo este tiempo ¡me mentiste!    La apartó un poquito, lo suficiente para poder sentir que podía respirar aire fresco de nuevo, y la soltó con cuidado, cerrando los ojos con fuerza, deseando que no lo odie.    -¡Vos también me mentiste! ¿Cuántas fueron las veces que me trajiste hasta acá vestido de negro, con la

El cuaderno

Era nuevo en sus manos, con todas sus hojitas en blanco, los renglones bien alineados, el espiral que giraba en un bucle perfecto, ni una puntita doblada. Sin embargo, le parecía que ya había pasado por tantas manos, tantos siglos, tantas historias, y que se dedicaba a ocultarlas todas, a guardar en sus pulcras entrañas los más recónditos secretos, las pasiones más seductoras, los deseos más ardientes, las muertes más estremecedoras, las aventuras más fantásticas, los fantasmas de tantas vidas, los corazones más grandes, las más sabias almas nunca antes conocidas y que nadie nunca llegaría a conocer. Y ella se sentaba ahí, a observarlo con atención, con las manos juntitas bajo el mentón, con sus rizos mezclándose con sus pestañas larguísimas, con esos ojos curiosos llenos de sol, respirando ansias, pero sin animarse a abrirlo, a hojearlo, mucho menos a escribirlo. En sus manos se sentía tan pesado, tan experimentado, que creía no iba a poder llegar siquiera a lo