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Mostrando entradas de agosto, 2014

Lagartijas y sus colas

Máscaras sueltas y carnavales. Paisanos y techos de otro pueblo. Momentos sin relaciones. Qué arriba y qué abajo. Primero, segundo y tercer momento. Propuestas, grumos. «Perfecto, le creo». Batir. Trabajar. Constante. ¿Cómo llegamos? Olvidándonos de todo. (Ninguna de estas palabras me pertenece, sino a un profe de la facu, a una tardenoche de no dejarnos ir, a una clase de insistencia y analogías metafóricamente morfológicas. Yo solo las anoté mientras se le caían de la boca. Esto, señores, es una clase de morfología. Esto, es una partecita de estudiar arquitectura.)

Soñé que no veía nada

       Despertó desperezándose a lo largo de la cama, enredada en las sábanas, sus cabellos de sol naciente desparramados sobre la almohada, estirándose su cuerpo en toda su longitud, quebrándose de a tramos en ángulos de los más cómodos, sus labios entreabiertos, sus ojos bien cerrados. Las ventanas abiertas dejaban entrar la oscuridad de la mitad de la noche, ondeaban apenas las cortinas, y sus pestañas atajaban el haz de luz que pretendía terminar de despertarla.    Sin embargo, apenas abrió sus ojitos de caramelo derretido, descubrió que no podía ver, y no podía ser. ¿Estaba ciega?    No, ciega no, porque más allá podía ver todo lo que sabía que estaba ahí, con sus colores estáticos, esperando por ella, que no se animaba a bajar de su nube, a moverse, a pisar el suelo que no era más que una mancha bajo sus pies colgantes, que de repente parecían haber perdido su forma, sus bordes, sus uñitas pintadas.    Mas bajó, pisó el piso así como si se sacara el saco, estiró sus br

Lip-sync

   El día había amenecido ventoso, como si la costa del mar hubiese corrido a instalarse en las playas de ese río sucio, arrastrando consigo los vendavales que levantaban faldas desprevenidas, enredaban cabellos y cablecitos, se colaban entre las orejas y los auriculares acolchonados. Y sin que nadie se diera cuenta, muy rápido se les escurrió el día entre los dedos, cayendo sigilosa la noche que se instaló fría, helada.    Ella quería ya llegar a casa, con la mochila en los hombros doblemente cargada y las manos llenas. Cerraba los ojos y bostezaba sentada ahí, apretujada en la multitud, hundida en su asiento en esa pecera que atravesaba la ciudad. Su piecito congelado marcaba un pulso que nadie comprendía, sus deditos tamborileaban, su cabecita iba de un lado al otro suavemente, sus labios redondos y brillantes dibujaban las palabras en silencio que cantaban en susurros a sus oídos a través de los auriculares.    Iba con las orejas calentitas y las pestañas caídas cuando, de