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Mostrando entradas de 2012

Al teléfono

"No te escucho bien, estás triste... ¿es eso, no?" "Mhn..." No, también está el hecho de que textraña y no te tiene a su lado, de que hace semanas duerme sola en su cama fría y pequeña, de que por más ocupada que esté, le sobran las horas para acordarse de vos, de tus manos, de tus besos, de las lágrimas que podrían estar rodando por tus hombros en lugar de caer directo en el vacío entre sus piernas cruzadas en el suelo. El teléfono en la oreja le tiembla, la voz se le sacude, los suspiros ahogan la bocina así como se le quedan atoradas las palabras en la lengua. Ya los vas a ver, ya te va a ver, ya se van a ver. Mientras, a esperar. Y colgó el teléfono con una promesa colgándole de la comisura de los labios que a poco se le iban marchitando. Imposible pedirle una sonrisa.

Tapame

Olía a vainilla, a azúcar quemada. Olía a postre de invierno. Entre las sábanas tibias quedaba pegado el dulce de su piel y afuera apenas amanecía. Se alzaba en sol con el dorado  de sus cabellos enredados entre mis dedos, desparramados en la almohada. Su boquita de algodón de azúcar no llegaba a cerrarse y sus manos de dedos largos y delgados se cerraban sobre el acolchado que de a poquito se caía de la cama. Yo no podía dormir, él lo hacía por los dos. No quería quitarle los ojos ni las manos de encima, ahora que lo tenía ahí, para mí. Y el aire olía tan dulce, tan tibio,  tan suave, que prender un cigarrillo para limpiar mis ganas ensuciaría  la magia que se posaba sobre su espalda semi descubierta. La noche anterior, casi en la vereda, con la puerta abierta y en la boca un chupetín, "quiero dormir con vos", me dijo. Era ya muy de madrugada y la idea me pudo. Me pudieron sus ojos acaramelados, sus bracitos enredados en mi cuello, su cuerpito delgado y apenas tibi

Vamos a estar mejor

Estaba triste, tenía la cabeza vacía y los ojos llenos de lágrimas que de a poquito se iban llenando de telarañas. Los árboles de afuera le decían cosas que ya no quería escuchar, el río que corría un poco más allá la dejaba cada vez más lejos de ese calorcito entrañable. Su cama era el desierto donde se perdían sus lamentos; los soles pasaban tardíos, agotadores, afiebrados. Las noches eran grados bajo cero, cuencas vacías, mitades agujereadas, sed, hambre, dedos quebrados, cordones desatados. Y así se iba desgastando poquito a poco. Algún día habían bailado descalzos a la luz del queso gigante que veía en la luna. El rocío, el césped fresco, la tierra fértil entre los dedos. EL cabello al aire y los labios húmedos. Los ojos brillantes de sonrisas y las manos enredadas. El éxtasis de tenerse ahí, así. Y perdida en su fantasía quedaba colgando de la cama, envuelta en las cortinas de hojaldre, de cara al balcón roído, con la boquita abierta. El resto de la casa era un mar de