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Ceibo

Estaba tendida sobre el césped que hacía un par de semanas nadie cortaba, bajo el árbol que se cernía sobre ella y la escondía del sol. Sus cabellos infinitamente oscuros se repartían hacia todos lados, sus ojitos se cerraban apenas ante el resplandor del cielo azul, su boca era un puchero imperturbable y sus manos de deditos largos acariciaban la alfombra esmeralda que cedía ante su toque, ante el soplo de un brisa que llegaba de por allá y se llevaba algo del calor abrasador de esa siesta a la sombra.
Inspiraba. Y suspiraba. Y a su alrededor y por sobre su vestido desparramado y sus piernas largas y toda su piel morenita bailaban las motitas de la luz del sol que se colaba por entre el follaje del árbol, que rebotaban acá y allá, le hacían cosquillas que ella ni sentía, la acariciaban de arriba abajo y se mecían en silencio.
Y ese silencio trajo consigo un sopor tibio y ella se vio sumergida en el más placentero sueño sin siquiera notarlo. Sentía el sol acariciarle las mejillas y brillar más allá de sus párpados cerrados, los deditos de sus pies se enredaban en el césped fresco, en la tierra húmeda, y su vestido ondeaba con la brisa que hacía cuchichear al pastizal entero en su oído, que subía por la corteza del árbol y sacudía las ramas crujientes, que hacía bailar las hojitas verdes, que componía de a poquito una melodía que cobraba vida con ella en el medio.
De repente, por entre el soplar de la brisa, el susurro del césped y el sisear del árbol se abrió paso de a poquito el cantar de una vocecita dulce, una melodía indiecita que la envolvía y desenvolvía, que flotaba en el aire, que crecía a su alrededor y sobre ella, que de espaldas sobre el césped sonreía.
La guainita que cantaba con el corazón entre las manos y la voz más pura que hubiese oído nunca andaba por ahí, cerquita, pero ella no podía abrir los ojos para verla, ni estirar una mano para alcanzarla, mas con escucharla casi que le bastaba, le llenaba el alma, le dormía los sentidos, le decía que todo iba a estar bien.
Y cuando la melodía se difuminó hasta volverse una con la brisa y la siesta, y ella pudo abrir sus ojitos, se encandiló de sol y vio sobre ella las llamas que consumían el árbol que la cobijaba.
Pero parpadeó un par de veces y, apenas se acostumbró a la luz, se encontró con el ceibo en flor.
Y sonrió. Y cantó.

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