Él estaba ahí, de pie, frente a la puerta. La mano sobre el picaporte, los pies impacientes, el corazón en la boca. Se moría de ganas de bajar la mano, de empujar la puerta, de dar un paso ahí adentro, donde todo era oscuridad que se lo tragaba vivo noche tras noche, queriendo siempre encontrar algo diferente, algún huequito que dejara entrar con una reverencia algún haz de luz coqueto y lleno de volados revoloteantes. Pero nada, detrás de la puerta no había nada más que oscuridad. Así que arrastró sus pies descalzos a tientas hasta chocar contra una silla, contra un montón de ropa, con papeles doblados, con dibujos olvidados, y alcanzó la cama. Sus rodillas alcanzaron el borde del colchón, sus manos alcanzaron las arrugas de las sábanas, su cara alcanzó y se hundió en la oscuridad acumulada en la almohada. Cuando sus ojitos se acostumbraron a la penumbra, pudo ver las paredes alzarse a su lado hasta casi el infinito, las telarañas colgando de las esquinas, la ...