La sien que se hundía un cachito, lo justo como para encastrar su cabecita despeinada en la puntita de su clavícula, la oreja colorada y aplastada, retorcijada contra ese hombro ajeno, cada uno de sus largos cabellos apuntando a una dirección diferente, algunos enganchaditos apenas de esa barba de ayer, todos los demás perdiéndose en las dunas interminables de almohadas aplastadas y sábanas enredadas.
De repente, en esa duermevela interminable, con las luces que parpadeaban largo, con el sueño que amagaba pero nunca les cerraba los ojos, movió apenas la cabeza, como encastrando bien los engranajes de ese reloj que empezaba en sus pies de cosquillas eternas danzando por debajo de las sábanas, las piernas enredadas a tal punto que no sabían cuál era de quién, las caderas que no dejaban pasar el aire, la luz o la oscuridad, los dedos inquietos que correteaban sobre las costillas y saltaban el fozo del ombligo se veían aprisionados para siempre entre otros dedos más grandes y menos ágiles pero con las mejores caricias del mundo; había en el medio algún codo mal doblado, uno que otro brazo adormecido como una señal de televisión interrumpida, como haber irrumpido en un hormiguero. Y después estaba el pecho que subía y bajaba y el otro que bajaba y subía, y trataban los dos de ir al mismo ritmo.
Hasta que él suspiró y bajó un poquito el mentón, le rozó la coronilla y en ese nido de cabellos enredados dejó caer un besito con sabor a poco.
Entonces ella levantó el rostro pegoteado a su pecho desnudo, pateó apenas y empujó por el colchón, sobre las piernas ajenas, se enredó en las sábanas, alargó una mano libre y adormilada hasta esa nuca de cabellos cortitos, reptó y se arrastró por sobre su cuerpo desnudo y estiró su boquita colorada hasta esos labios tibios que la besaron despacito y la hicieron sonreír.
Las luces terminaron de apagarse y ella volvió su cabecita al pecho desnudo, al hombro incómodo, a la clavícula puntiaguda, y cerró los ojos hasta mañana.
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