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  Y ahí estaba ella, encorvada, arrastrando las rodillas, el cabello acariciando el piso, con todas sus pasiones recogidas y bien atadas.
  Sobre su espalda inundada de lunares se sentaba una pequeña joroba que de vez en cuando le soltaba una patada o dos, que se balanceaba colgada de sus hombros puntiagudos, que se arrastraba y rasguñaba en su camino hacia la cima subiendo, haciendo alpinismo aferrándose a todas y cada una de las vértebras sobresalientes de esa columna empinada que dibujaba curvas y contracurvas de norte a sur.
  No era grande, no era tan grande, no aún, mas le pesaba como si llevara encima en mundo entero, como si ella fuese la alfombra de todos esos elefantes que extrañaban sus colmillos de marfil, el cochecito de todos los niños perdidos que no sabían volar, la grúa de miles de cargamentos varados, y pesaba como todos los embarazos perdidos en ese universo, como las mochilas cargadas del primer día de clases, como un par de zapatos bien puestos a mitad de un río helado, pero ella todavía podía caminar.
  Arrastraba los piecitos ataviados en zapatitos que le quedaban chicos, los dedos largos y blanditos le colgaban junto al cuerpo sin ganas de bailotear, se escondía del sol y cuando nadie la miraba, se sostenía de las paredes, suspiraba, se cacheteaba el corazón que amenazaba con ralentizarse de a ratos, y continuaba caminando con el universo sobre ella.
  Daba un paso tras otro sin detenerse, porque si bien a veces caía de rodillas y creía iba a morir aplastada, rota al medio, todas las veces se había vuelto a poner de pie, había sacado lustre a sus mejillas usando las lágrimas que no pudo evitar soltar, había levantado sus pecas, había apuntado al sol con sus ojitos brillantes y había seguido dejando cosas atrás, abrazando el adelante, deseando con todas sus fuerzas por lo que hubiera más allá.

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