El día había amenecido ventoso, como si la costa del mar hubiese corrido a instalarse en las playas de ese río sucio, arrastrando consigo los vendavales que levantaban faldas desprevenidas, enredaban cabellos y cablecitos, se colaban entre las orejas y los auriculares acolchonados. Y sin que nadie se diera cuenta, muy rápido se les escurrió el día entre los dedos, cayendo sigilosa la noche que se instaló fría, helada.
Ella quería ya llegar a casa, con la mochila en los hombros doblemente cargada y las manos llenas. Cerraba los ojos y bostezaba sentada ahí, apretujada en la multitud, hundida en su asiento en esa pecera que atravesaba la ciudad. Su piecito congelado marcaba un pulso que nadie comprendía, sus deditos tamborileaban, su cabecita iba de un lado al otro suavemente, sus labios redondos y brillantes dibujaban las palabras en silencio que cantaban en susurros a sus oídos a través de los auriculares.
Iba con las orejas calentitas y las pestañas caídas cuando, de repente, levantó la mirada ante la lucecita parpadeante que iluminaba sus mejillas apenas coloradas, sus bucles desordenados. Y ahí estaba él, que tenía unos auriculares chiquititos ahogándosele en las orejas, el cablecito que le rodeaba el cuello desnudo, el teléfono brillando en sus manos, los labios cantando canciones que nadie nunca iba a adivinar; ahí estaba él, que la miraba fijo. Y la miró hasta que lo miró ella. Y desviaron las miradas como desvían dos coches resbalando sobre calles mojadas.
Las luces se apagaron, se encendieron, se apagaron y se encendieron de nuevo. Ellos se turnaban para mirarse sin dejar de cantar cada uno sus canciones favoritas. Algunas veces, para disimular, ella elegía espiarlo por su reflejo en los ventanales altísimos mientras hacía de cuenta que miraba hacia el otro lado y se perdía en el correr de las luces, la gente, los árboles, el allá afuera; otras, sus ojitos curiosos, divertidos, sonrientes, daban una vuelta, paseaban por entre los rostros borrosos que la rodeaban y terminaban aterrizando en él, en sus ojos cerrados, en sus orejitas como de mono, en su boca que bailaba, susurraba, cantaba, y no le importaba si nadie más podía leer la canción que se le escapaba de entre los labios abiertos.
El resto del tiempo, ella bajaba los ojos, barría el aire con sus pestañas, sonreía, movía la cabeza, tamborileaba con los deditos fríos sobre su regazo impaciente, cantaba en silencio, se dejaba mirar. Mientras, el paisaje viajaba a su alrededor, la ciudad se acercaba de a poquito, flotaban por sobre el río, cruzaban las rutas vacías, atravesaban un mundo entero, lo cortaban a la mitad.
En el momento en que una chicharra le avisó que tenía que bajar, se puso de pie como en cámara lenta, se aferró a sus manitos llenas, se colgó a la espalda el peso de todo un día, y dirigió sus ojitos cansados hacia él, que la miraba y le sonreía, y ella no pudo hacer más que sonreirle en respuesta con todo el ancho de sus labios que dejaron de cantar por un par de segundos que pudieron haber sido una eternidad. Y se bajó, se sumergió en la marea de brisas frías que se colaban por entre el tejido abierto de su saco desprevenido, que se burlaban de los brazos que no podía cruzar para abrazarse sola, y antes de avanzar hacia casa arrastrando sus piecitos, entrecerrando los ojitos, arrugando la nariz, no dejando de cantar, se volvió una vez más para verlo mirándola a través del vidrio de la pecera inundada de un mar de caras, sus ojos sonriendo, sus labios cantando.
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