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El cuaderno



Era nuevo en sus manos, con todas sus hojitas en blanco, los renglones bien alineados, el espiral que giraba en un bucle perfecto, ni una puntita doblada.
Sin embargo, le parecía que ya había pasado por tantas manos, tantos siglos, tantas historias, y que se dedicaba a ocultarlas todas, a guardar en sus pulcras entrañas los más recónditos secretos, las pasiones más seductoras, los deseos más ardientes, las muertes más estremecedoras, las aventuras más fantásticas, los fantasmas de tantas vidas, los corazones más grandes, las más sabias almas nunca antes conocidas y que nadie nunca llegaría a conocer.
Y ella se sentaba ahí, a observarlo con atención, con las manos juntitas bajo el mentón, con sus rizos mezclándose con sus pestañas larguísimas, con esos ojos curiosos llenos de sol, respirando ansias, pero sin animarse a abrirlo, a hojearlo, mucho menos a escribirlo. En sus manos se sentía tan pesado, tan experimentado, que creía no iba a poder llegar siquiera a los talones del gigante en que se habían convertido todas esas historias de pasados mágicos, valientes, trágicos y victoriosos.
Pero podía pasarse horas frente a él, en total silencio, suspirando por lo bajo, oyendo a todas esas páginas susurrarle cuentos cortitos, frases de puntos suspensivos, finales felices. Y si cerraba los ojos, las palabras la envolvían y se la llevaban lejos, la convertían en la protagonista de todas y cada una de las aventuras por las que habían pasado esas páginas.
Y un día, estando ella quietita, sumergida en la más ardiente pasión, degustando cada una de las palabras que le acariciaban apenas los oídos, se le derretían en el fondo de la cabeza y le inundaba la boca de un dulce tibio y aterciopelado, la historia se terminó de a poquito, se apagó lentamente, y en un soplo de su respiración el cuaderno se abrió y sus hojas empezaron a correr hacia un lado, a aplastarse una sobre la otra, a gritar oraciones sin sentido, a tratar de armar un solo cuento que se se cortó de golpe e hizo silencio.
Sin poder creérselo, ella enderezó la colina en la que se había convertido su espalda, dejó que el galope de su respiración se detuviese y parpadeó un par de veces antes de darse cuenta de que el cuaderno se había callado, de que el silencio le aplastaba la cabeza, y que frente a ella había una página en blanco que de repente, en un solo, suave y clarísimo soplo le rogó «escribime».

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