Él estaba ahí, de pie, frente a la puerta. La mano sobre el picaporte, los pies impacientes, el corazón en la boca.
Se
moría de ganas de bajar la mano, de empujar la puerta, de dar un paso
ahí adentro, donde todo era oscuridad que se lo tragaba vivo noche tras
noche, queriendo siempre encontrar algo diferente, algún huequito que
dejara entrar con una reverencia algún haz de luz coqueto y lleno de
volados revoloteantes.
Pero nada, detrás de la puerta no había nada más que oscuridad.
Así
que arrastró sus pies descalzos a tientas hasta chocar contra una
silla, contra un montón de ropa, con papeles doblados, con dibujos
olvidados, y alcanzó la cama. Sus rodillas alcanzaron el borde del
colchón, sus manos alcanzaron las arrugas de las sábanas, su cara
alcanzó y se hundió en la oscuridad acumulada en la almohada.
Cuando
sus ojitos se acostumbraron a la penumbra, pudo ver las paredes alzarse
a su lado hasta casi el infinito, las telarañas colgando de las
esquinas, la humedad comiéndose de a bocados el cielorraso que se
extendía por sobre su cabeza soñadora de ideas chiquititas.
Y
tan acostumbrado estaba a la oscuridad que de repente pudo ver cómo la
pared a su lado, ahí nomás, al alcance de sus manazas de uñas
ennegrecidas, parecía hundirse y volver a salir, y hasta pudo verle
vetas y clavos y nudos y una tabla encima de la otra, tapiando un hueco
mucho más grande que su corazón acelerado.
Fue
entonces que se puso de pie de un salto y arrancó con sus manos
desnudas una a una las tablas que lo alejaban de lo que hubiese más
allá.
Y lo que descubrió se vio hermoso ante sus ojos incrédulos.
Ahora tenía una ventana que daba a un patio enorme, que daba al cielo entero y a todas las estrellas.
Y
se iluminó la habitación de punta a punta, y se iluminó su carita con
su sonrisa de oreja a oreja, y se iluminaron todos los recovecos de su
cuerpo hundido en la oscuridad que ya casi no le dejaba respirar.
Entonces
dejó la ventana abierta para siempre, y dejó que entrara la brisa que
le revolvía los cabellos, el sol que le tostaba la piel y lo despertaba
cada mañana, la lluvia que lo mojaba todo y le lavaba las ideas. Empezó a
colgar sus dibujos en las paredes, a guardar la ropa en los cajones, a
espantar a las arañas y a soñar despierto, con los ojitos siempre
colgados de la ventana que daba al patio que daba al cielo.
Comentarios