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Que tiene payé, dicen

   Después de un día entero caminando hundida entre las lagunas y sus esculturas, allá, del otro lado del río, volvía a casa.
   A su casa, esa que quedaba entre las calles de terracota, de arenas movedizas, una de las tantas que son más de la mitad sin adoquines, pavimento, cordones ni rampas en esa ciudad que todavía es mitad campo, con los ico-ico que dan vueltas por el centro y aprendieron de las motos a galopar sin poner el guiño y circular por el lado equivocado de las calles, por las que pasean, se arrastran y levantan polvo alpargatas de todos los colores habidos y por haber, con sus árboles de copas de algodón de azúcar rosado, como el horizonte detrás del puente en verano, invadiendo de pintitas las calles cada primavera, con sus muros de colores que cuentan las historias mejor que cualquier abuela, con su virgen morenita, con su gente y sus Che que de Guevara no tienen nada, que es una república aparte.
   El colectivo iba en silencio surcando la oscuridad que se cortaba cuando empezaban a aparecer los puntitos de luz que guiaban la ruta hasta caer por el barranco. Y mientras los cuerpos en duermevela la apretujaban dentro de esa cafetera empañada a la que era ajena, ella calculaba la hora reloj de viaje, contaba las canciones hasta llegar a casa, movía la cabeza suavecito, tarareaba en silencio. El allá afuera era una boca de lobo que de a ratitos destellaba, tintineaba, cuando pasaban rozando uno que otro farolito cada que el camino se torcía un poco y ella se aseguraba de que cada vez faltase menos.
   Hasta que las ventanillas se encendían de repente y el camino húmedo comenzaba a subir, a trepar la montaña rusa que era ese puente brillante que colgaba, flotaba sobre el río que corría tranquilo y oscuro, enorme, abismal por debajo de sus pies, de su estómago que se sacudía con la subida, las curvas y la bajada. Y las luces corrían ante sus ojitos que despertaban y se llenaban de ansias.
   Y desde lejos ahí estaba, podía verla erguirse sobre el río, hundida hasta las rodillas, sus playas de arena fresca como puntillas húmedas de un vestido que flotaba en el agua oscura, sus puntas de piedra como dedos de una mano abierta acariciando el río, sus edificios tímidos y blancos como de papel que de a poquito iban creciendo, estirando los bracitos, despegándose del horizonte, y las luces de la costa que contentas, saltarinas, sonrientes, acaparaban la costa y se lanzaban de lleno del otro lado del barandal y se derramaban sobre el río, como serpentinas centelleantes, y no podía diferenciarse el brillar redondo de la luna de las luces redonditas de la ciudad que se posaba ahí, preciosa, orgullosa, sonriendo, mostrando todos sus dientes.
   Era su casa, y sus ojitos brillaban encantados y hasta evitaba parpadear. Quería que resplandeciera así siempre y poder mostrársela a todos, hacer que la fotografiaran, se enamoraran y nunca la olvidaran.
   Era entonces que ella se acordaba de por qué se iba, cruzaba el puente y se perdía del otro lado todos los días. Se alejaba para poder volver todas las noches, para verla brillar, para acordarse de por qué nunca se iba realmente ni podría irse jamás.

(Entrada original del 14·5, resubida el 29·8)

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