Se conocían desde siempre, la vida se encargó de que así fuera, pero no dejaban de separarse y de volver a juntarse.
Muchos años de distancia se interpusieron en el medio la primera vez, y
de una infancia feliz de correr tomados de la mano y caer juntos,
pasaron a no reconocerse cuando volvieron a cruzarse en medio de
confusiones, gritos, un escándalo al rededor y el mundo detenido sólo
para ellos, y no pudieron atinar a nada más que a enamorarse
perdidamente, a entregarse en cuerpo y alma. Se amaron esa primera vez
como pioneros, se encontraron recorriéndose como a tierra nueva, se
descubrieron reencarnando a Colón y sus carabelas.
Pero de
repente, sin que pudieran preverlo, sin precauciones tomadas, sus
caminos se enfrentaron a un barranco que necesitaron saltar, la vida
misma les dio un empujón y terminaron cayendo lejos uno del otro,
echándose la culpa, odiándose, envenenándose mutuamente y sin quererlo
realmente.
Y cuando se encontraron de nuevo, fue una nueva primera
vez. Ella era otra, era un disfraz, una farsa, una mentira que quería
ser piadosa porque la necesitaba, porque debía esconderse, tener un
escudo que la protegiera por si llegaba a caer. Él usaba una máscara,
corría de un lado a otro, se escondía y mentía tras un seudónimo con tal
de deshacerse del que había caído y casi había muerto.
Y sin
saber entre ellos quiénes eran, se enamoraron, se perdieron entre tanto
disfraz, se entregaron con los ojos vendados, saltaron al vacío y se
inventaron un mundo nuevo de lenguajes en silencio, de boca a boca, de
sonrisas interminables, de manos incansables, de sangre hirviendo.
Hasta que un día descubrieron quiénes eran en realidad.
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