Había ido a conocer el mar. Tanta tierra, tantos horizontes polvorientos, tantos mantos infinitos de césped seco, tanto olor a casa cerrada la tenían adormecida, enajenada, aburrida.
Entonces se tragó las horas y los kilómetros interminables de cemento conforme iban pasando a su alrededor. El sol se ocultó y volvió a salir varias veces del otro lado de la pecera en que viajaba y a sus oídos llegaron cuentos y fábulas que no le sirvieron para dormir. Pasó días enteros viajando, volando, arrastrándose por sobre carreteras, esquivando luces, escondiéndose tras pantallas y anteojos de sol.
Sin poder enumerar los días, iba contando las lunas. Y un mediodía, con el sol rajándole la cabeza y la brisa caliente colándose por los huequitos de su ropa, el viaje se detuvo y se puso a dar vueltas, a subir y bajar, a bailar, y ella de repente se vio riendo de nuevo como una nena chiquita llena de magia.
Después, y muy rápido, todo regresó a la normalidad, al cemento caliente bajo sus pies, a los pastizales corriendo a toda velocidad a su lado, hasta que su atosigante pecera tropezó, rodó y cayó de bruces frente al mar en el que ella quería hundirse hasta el fondo.
Entonces fue corriendo a sacarse las ganas. Se quemó los pies en la arena que se le atascaba entre los deditos mientras corría desaforada, los cabellos volaban contra el viento salado, los brazos abiertos de par en par, el vestido arrebolado al rededor de sus rodillas. Y llegó al mar y lo abrazó, enredó las piernas en él, dejó sus cabellos flotar inertes, le dio uno y mil besos. Y cuando se cansó, cuando ya había tragado demasiada agua salada, se arrastró hacia la costa, hacia la espuma de las olas en la arena, y salió chorreando el agua que le lamía la piel, que se arrastraba por sobre sus lunares desde sus más recónditos rincones. Con las manos mojadas y arrugadas recogió sus valijas y las arrastró calle arriba.
Y pasó días enteros entrando y saliendo, abriendo y cerrando la valija, peinando y despeinando sus cabellos, contando sus lunares antes y después de revolcarse en el mar, por las dudas de que le robara alguno con el afán de no olvidarse más de ella. Caminó por todas y cada una de las calles de la ciudad con la sal del mar obturando cada uno de los poros de su piel incandescente, arrastrándose por la sombra, escondiéndose del sol, y había gastado toditas sus monedas en cosas que probablemente nunca usaría.
Durante una semana entera se dedicó a regalarle al mar sus mejores besos, a tratar de endulzar sus lágrimas con toda esa sal, a flotar a la deriva en esas manos gigantes. Sin embargo, todo el tiempo sintió que algo le faltaba y, faltando poco y nada para su partida, no quería despedirse sin antes encontrarlo.
La ultima luna de su estadía, después de haber probado todos los manjares que la vieja ciudad tenía para ofrecerle, decidió darse un descanso y volver a casa al cerrar los ojos y acercarse a la nariz una taza de café caliente. El olor del mar que chocaba contra las rocas a un par de cuadras de la pastelería entraba con la brisa helada por una ventana entreabierta después de pasear y enredarse entre los árboles y los solitarios perdidos de la plaza de enfrente, y parecía llamarla, contándole algo.
Cuando se le terminó el café, decidió envolver y llevarse a casa el pedacito de postre que le quedaba y se retiró lentamente del lugar. Abrió la puerta y aspiró y abrazó el aire salado y frío que le acarició la carita tibia y endulzada. Dio un par de pasos en el silencio de esa vereda vacía y apenas iluminada por la luz del allá adentro y, como quien no quiere la cosa, sin querer, en su panorama oscurecido apareció un par de ojos que no le quitaba la vista de encima.
Estaba ahí, a unos cuantos pasos que ella misma contó pero que no se atrevió a dar, sino que, por alguna razón, caminó hacia el otro lado.
El tiempo y la calle empezaron a girar a su alrededor más rápido de lo que le hubiera gustado, de lo que era posible, de como era en las películas.
Con las mejillas encendidas y el corazón desbocado se atrevió a girarse, a volver a mirarlo, y no pudo evitar sonreir al ver que todvía la miraba. Y en ese intercambio de miradas, en un chispazo, el planeta dejó de girar y les mostró lo que hubiese sido toda una historia juntos.
Él acortaba las distancias, la iba a buscar y de la mano se la llevaba a pasar la noche entera bajo la luna, hablando del frío y del calor y de la vida que cada uno llevaba colgándole en las espaldas. La abrazaba y la refugiaba en su pecho con una sonrisa, y ella cerraba los ojos y hundía la nariz y se llenaba del olor a mar tatuado en su piel. La tomaba de la carita y le robaba un beso tras otro y ella podía podía morirse ahí mismo. Y se confesaba que se había enamorado, y con una lágrima amenazando con saltar al vacío le contaba en susurros que era su última noche; él le daba un beso más para coleccionar y se lamentaban juntos.
Antes del amanecer se despedían, se daban un último beso que no olvidarían jamás y se juraban volver a encontrarse en la próxima vida.
Cuando el romance, la tragedia y la relación más apasionada que hubiesen tenido se esfumó en un parpadeo, ella reparó en que había llegado a la esquina, que tenía que cruzar y seguir su camino, y que él se movía en la oscuridad limpiando mesitas. Para despedirse, se volteó una vez más a verlo viéndola mientras cruzaba.
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