Ahí estaba ella, lavando los platos. Sacudía la cabecita, los cabellos despeinados rebotando acá y allá. Tenía jabón hasta los codos y los dedos arrugados. Abría y cerraba la canilla, trataba de rascarse el mentón o un hombro con algún dedo más limpio que los otros nueve. Apoyaba las caderas en la mesada, hacía ya mucho rato que estaba ahí.
Y se miraba desde lejos, desde la espalda, se veía lavar, cantar en silencio, mecer la cabeza y hablar con alguien que no estaba ahí por el simple hecho de odiar el silencio y tener esa necesidad de hablar que pugnaba por salir de lo más profundo de sus entrañas inquietas, de su hermosa y ruidosa mente.
—Te faltó un poquito ahí —se dijo.
Y un poco más allá estaba él, lejos en su mundo, con la cabeza que estallaba de ruido y el pecho que se le abría a la mitad de bronca.
Daba un paso y tropezaba, se tiraba de los cabellos y terminaba por arrancarse alguno. Rechinaba los dientes, tenía más calor.
Hasta que aparecieron sus cinco años. Descalzo, con la nariz sucia y las manos pegajosas se miraba y sonreía. Era la persona más feliz del mundo en ese momento.
—¿Vos estarías enojado? —se preguntó, sin mirarse, medio con bronca, medio con vergüenza.
—No, no creo —se respondió, encogiendo los hombros, aplastando una hormiga viajera con el talón desnudo.
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