Estaba sentada, acostada, tirada, de pie, de cabeza. No sabía. No importaba.
Tenía los ojitos cerrados, las petañas arrebujadas, enrredadas, con el maquillaje de ayer arremolinado a su alrededor, y apretaba los párpados, los labios secos.
En su cabecita soñadora ella flotaba, sus bracitos blancos caían hacia abajo, sus lunares aferrándose para no caer, lo dedos de sus pies bailaban en el aire, su cabellos eran remolinos que giraban hacia todos lados, su piel brillaba en la oscuridad.
Todo era vacío ahí afuera. Sin embargo, por dentro tenía un torrente de llamas que la recorría de pies a cabeza, un caos completo que le desordenaba la cabeza y le enredaba las entrañas, un universo entero a punto de explotarle en medio del pecho. Le latían los oídos, su corazón galopaba frenético, le hervía la piel, le zumbaba la cabeza, estaba envuelta en escalofríos.
Y todo en lo que podía pensar era en sus manos. Quería saber cómo tocaban sus manos, a qué sabía su boca, a qué olía su cuello. Quería saber cómo tocaban sus manos, qué tanto le retumbaban los latidos en el pecho, qué tan suave era su piel. Quería saber cómo tocaban sus manos, cómo se acercaban a su rostro acalorado de mejillas rosadas, a su cabello enredado, si se movían con las curvas de su cintura, si chocaban y se colaban como el viento entre sus deditos, si le hacían cosquillas, si llegaban a encenderla, a quemarla, a prenderla fuego viva ahí mismo, sentada, tirada, de cabeza, enredada, flotando, con la boquita abierta, los ojos bien fuertes, los deditos cayendo inhertes, los lunares bien agarrados, los cabellos danzando, y ardiendo a flor de piel las ganas de saber cómo tocaban sus manos.
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