Estaba ahí, inmóvil.
Había pasado, como sin querer, arrastrándose del fulgor a las sombras mientras apagaba una a una las luces que encendían la casa para ella. Iba por los pasillos, los pies descalzos, fríos, el camisón casi transparente flotando al rededor de sus piernas pálidas, las páginas amarillas de su libro favorito apretadas con firmeza contra su pecho, la compañía perfecta para echarse a dormir sola.
Hasta que los cuchicheos, las risitas ahogadas y los susurros en orejas ajenas llegaron hasta ella, hasta el centro de su cabecita soñadora adormilada, casi ausente, y no pudo evitar más que quedarse ahí, inmóvil.
Las luces ciegas a su alrededor, la penumbra reptando por entre los deditos de sus pies, acariciándole las piernas, tironeando del camisón. Sus manitos temblando apenas, sudando, el libro que sujetaban resbalando de a poquito.
Por un momento, como si supieran que estaba ahí, todo se volvió silencio aplastante, vacío inalcanzable, quietud, y ella mordió su labio para evitar un puchero, se tragó un suspiro delator y consideró volver por donde había llegado, hasta que aparecieron, como de la nada, las palabras flotando concisas, exactas, prohibidas, y ella supo inmediatamente que no debería estar ahí, que su lugar era en la cama, bajo incontables frazadas, sus oídos lejos de todo lo que sucedía un poco más allá, en la oscuridad impalpable, de donde provenían invitaciones a lo no debido, susurros atrevidos, y hasta llegaba a ella el roce de manos inquietas que se arrastraban de a poquito, lentamente, sobre piel incandescente ahí donde no llegó nunca la luz.
Y mientras escuchaba, mientras el rasgar del silencio con lo clandestino de esas palabras vedadas llegaba a sus oídos atentos, en su boquita medio abierta latía desbocado su corazón, le sacudía las entrañas, la sangre bombeando y hormigueando hacia su cabeza embotada, haciendo latir todos y cada uno de sus músculos engarrotados, el estómago dado vuelta, arrebujado en lo más profundo de su ser clavado al piso ahí donde estaba, inmóvil, imposible de voltear y alejarse para siempre aunque lo intentara.
Le temblaban las manos, se le resbalaba de entre sus deditos húmedos el libro de hojas amarillentas que intentaba abrazar contra su camisón arrugado.
Y de repente, sin poder evitarlo, sin siquiera darse cuenta, con la atención puesta en el sisear de barbaridades que le impedían alejar su atención, apretar los ojos derretidos en esa penumbra, cerrar la boquita abierta, tapar sus oídos curiosos, el libro, pesado de páginas e historias innumerables, cayó al suelo bajo sus pies, rebotando su golpear entre las paredes y dentro de su cuerpo, que con un latido sordo dejó de bombear y se detuvo en el tiempo.
Los susurros se esfumaron y de entre sus labios, proveniente de lo más oscuro de sus entrañas temblorosas, se escapó un grito ahogado que no pudo suprimir con las manitos húmedas con las que presionó su carita.
Y aunque quiso, no pudo correr, no pudo esconderse. Se quedó ahí, inmóvil.
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