el sueño de Marce
Sentado en el centro de la habitación que por fin había dejado de
girar, sumergido en la oscuridad asfixiante que se extendía más allá de
la pequeña burbuja de luz que emitía una lamparita que colgaba desnuda
sobre su cabeza, podía ver el sillón que se mecía lentamente, iba y
volvía, y susurraba, y gemía bajito. Cuando esa montaña de cuero y
suspenso se giró hacia él, sus ojos se descolocaron, los vellos de su
nuca se ahogaron en sudor frío y empezó a temblar, era ella otra vez.
-Doctor, necesito ayuda -le dijo. Se acariciaba el vientre plano como tabla de planchar, lloraba, retorcía sus piernas y lo miraba con los ojos abnegados en sangre y sudor.
Recordaba haberla visto infinitas veces, arrastrándose hacia él cuidando de no aplastar su bebé, de no clavarle las puntas de sus huesos afilados, pero no había nada a lo que clavarle algo, él estaba seguro. Esa mujer no llevaba tal criaturita en esas entrañas retorcidas en oscuridad y retortijones.
Sin embargo, de repente los gemiditos cesaron y se convirtieron en gritos agudos, en bocas abiertas, en manos desgarradoras, en piernas separadas, en tímpanos ensordecidos, y la habitación empezó a girar, a desaparecer, a oscurecerse, y cuando todo se iluminó de nuevo, ahí estaba él, en su delgado ser, ataviado en azul, mirando desde su altura sus zapatos embolsados, sus dedos largos cubiertos en látex que chirriaba y se quejaba cuando rozaba sus manos.
Estaba de pie en un rincón, mirando hacia la camilla blanca que relucía ante sus ojos incrédulos y bajo la mujer de la consulta, que con las rodillas apuntando a norte y sur y las manos rasguñando lo blanco de las sábanas, le pedía que atajase a su bebé, que se salía, que iba a nacer, que la ayudase por lo que más quisiera.
Y sin tener tiempo a pensarlo, en el frenesí de las gotas de sudor que le corrían por la frente, en la vehemencia con la que la mujer le gritaba, en medio de una habitación que no dejaba de moverse, con los oídos zumbándole y las piernas temblándole, se vio de cuclillas, atajando un ser humano pequeñito, arrugado, ensangrentado, que berreaba y se tragaba todo el aire respirable de la habitación.
En toda su incredulidad, sosteniendo con asco y asombro el fruto del subconsciente de esa mujer, se puso de pie, dispuesto a enseñárselo, a decirle que era un nene, cuando se dio cuenta de que ella no estaba, de que ya siquiera la camilla estaba donde había estado, que ahí con ellos con había nadie más que la oscuridad y una lamparita que parpadeaba sobre su cabeza.
-Parece que nos quedamos solos -le susurró al niño en sus manos con la mandíbula temblando, con el alma sacudiéndose, con el corazón tragándose un terremoto. Y cuando quiso creer que sus palabras lo silenciaron, le quitaron las ganas de llorar y gritar a los cuatro vientos que ahí no soplaban, bajó la vista para descubrir que ya tampoco el nene estaba en sus manos, sino que las tenía retorcidas en una camisa de fuerza que se aferraba a él como si no hubiese mañana.
-Doctor, necesito ayuda -le dijo. Se acariciaba el vientre plano como tabla de planchar, lloraba, retorcía sus piernas y lo miraba con los ojos abnegados en sangre y sudor.
Recordaba haberla visto infinitas veces, arrastrándose hacia él cuidando de no aplastar su bebé, de no clavarle las puntas de sus huesos afilados, pero no había nada a lo que clavarle algo, él estaba seguro. Esa mujer no llevaba tal criaturita en esas entrañas retorcidas en oscuridad y retortijones.
Sin embargo, de repente los gemiditos cesaron y se convirtieron en gritos agudos, en bocas abiertas, en manos desgarradoras, en piernas separadas, en tímpanos ensordecidos, y la habitación empezó a girar, a desaparecer, a oscurecerse, y cuando todo se iluminó de nuevo, ahí estaba él, en su delgado ser, ataviado en azul, mirando desde su altura sus zapatos embolsados, sus dedos largos cubiertos en látex que chirriaba y se quejaba cuando rozaba sus manos.
Estaba de pie en un rincón, mirando hacia la camilla blanca que relucía ante sus ojos incrédulos y bajo la mujer de la consulta, que con las rodillas apuntando a norte y sur y las manos rasguñando lo blanco de las sábanas, le pedía que atajase a su bebé, que se salía, que iba a nacer, que la ayudase por lo que más quisiera.
Y sin tener tiempo a pensarlo, en el frenesí de las gotas de sudor que le corrían por la frente, en la vehemencia con la que la mujer le gritaba, en medio de una habitación que no dejaba de moverse, con los oídos zumbándole y las piernas temblándole, se vio de cuclillas, atajando un ser humano pequeñito, arrugado, ensangrentado, que berreaba y se tragaba todo el aire respirable de la habitación.
En toda su incredulidad, sosteniendo con asco y asombro el fruto del subconsciente de esa mujer, se puso de pie, dispuesto a enseñárselo, a decirle que era un nene, cuando se dio cuenta de que ella no estaba, de que ya siquiera la camilla estaba donde había estado, que ahí con ellos con había nadie más que la oscuridad y una lamparita que parpadeaba sobre su cabeza.
-Parece que nos quedamos solos -le susurró al niño en sus manos con la mandíbula temblando, con el alma sacudiéndose, con el corazón tragándose un terremoto. Y cuando quiso creer que sus palabras lo silenciaron, le quitaron las ganas de llorar y gritar a los cuatro vientos que ahí no soplaban, bajó la vista para descubrir que ya tampoco el nene estaba en sus manos, sino que las tenía retorcidas en una camisa de fuerza que se aferraba a él como si no hubiese mañana.
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