Se había enrulado el cabello con esmero, sus labios brillaban como los de las propagandas de Avon. Su cintura estaba enfundada en una bonita camisa de pequeños botones y sus zapatitos chatos negros brillaban bajo las luces tenues de la sala polvorienta.
Se había sentado en la fila del medio, en la butaca de la mitad, mirando hacia ambos lados, esperando a que él se apareciera entre las cortinas de raído terciopelo.
Pero a quién quería engañar, ella había ido sola, había comprado su entrada y ahora estaba sentada en esa butaca descarcarada con la ilusión de que él (sí, él), llegase y de espaldas la reconociera, se sentase a su lado y no dejara de hablarle durante toda la escueta puesta en escena de la noche.
Las luces se apagaron, las pocas personas que deambulaban por el mugroso lugar tomaron asiento en las butacas de terciopelo colorado carcomido, y el telón agujereado empezó a subir.
Un piano negro de cola, arañado por el tiempo y aburrido de las arañas apareció en escena, con un hombre de cabello cano, de manos huesudas y smokin apolillado sentado en la butaca. Hizo sonar sus dedos y empezó un concierto largo, aburrido, denso igual que el aire viciado que se respiraba dentro de ese teatro que se caía a pedazos.
En realidad, ella no sabía qué hacía ahí, no tenía idea de por qué compraba las entradas, por se emperifollaba, por qué se molestaba en salir de la seguridad de su cucarachezca casa para meterse en un lugar como ese teatro a escuchar composiciones mediocres y machacarse la cabeza con que nunca iba a tener una oportunidad con ese él a quien tanto deseaba, siendo que él jamás pisaría edificio como ese... siendo que nunca se fijaría en ella.
Un compás agudo y frenético le hizo clavar los ojos en las manos descontroladas del pianista, que se movía desacompasado a lo que estaba tocando, sacudiendo con él la butaca y el piso de madera desgastada.
Esa locura traducida en notas que ella creía ver flotar por encima de las cabezas de los espectadores se amontonó sobre sus bucles opacos y sobre su brillo labial vencido y se convirtió en cucarachas, en esas cucarachas que no se atrevía a matar dentro de su casa y que le hacían subir los pies al sillón. Entonces soltó un grito y se puso de pie. Nadie se volteó a verla salir corriendo de la sala mientras gritaba que tenía que volver a casa a matar las cucarachas.
Y mientras corría esas dos cuadras vacías de asfalto frío y húmedo, su mente deshilachada se conectó, dándole un corto momento de lucidez en que se reconoció fea, sucia, olvidada y loca... tan loca como para saber que no había ningun él, pero que aún así ella seguiría esperando sentada sola.
Se había sentado en la fila del medio, en la butaca de la mitad, mirando hacia ambos lados, esperando a que él se apareciera entre las cortinas de raído terciopelo.
Pero a quién quería engañar, ella había ido sola, había comprado su entrada y ahora estaba sentada en esa butaca descarcarada con la ilusión de que él (sí, él), llegase y de espaldas la reconociera, se sentase a su lado y no dejara de hablarle durante toda la escueta puesta en escena de la noche.
Las luces se apagaron, las pocas personas que deambulaban por el mugroso lugar tomaron asiento en las butacas de terciopelo colorado carcomido, y el telón agujereado empezó a subir.
Un piano negro de cola, arañado por el tiempo y aburrido de las arañas apareció en escena, con un hombre de cabello cano, de manos huesudas y smokin apolillado sentado en la butaca. Hizo sonar sus dedos y empezó un concierto largo, aburrido, denso igual que el aire viciado que se respiraba dentro de ese teatro que se caía a pedazos.
En realidad, ella no sabía qué hacía ahí, no tenía idea de por qué compraba las entradas, por se emperifollaba, por qué se molestaba en salir de la seguridad de su cucarachezca casa para meterse en un lugar como ese teatro a escuchar composiciones mediocres y machacarse la cabeza con que nunca iba a tener una oportunidad con ese él a quien tanto deseaba, siendo que él jamás pisaría edificio como ese... siendo que nunca se fijaría en ella.
Un compás agudo y frenético le hizo clavar los ojos en las manos descontroladas del pianista, que se movía desacompasado a lo que estaba tocando, sacudiendo con él la butaca y el piso de madera desgastada.
Esa locura traducida en notas que ella creía ver flotar por encima de las cabezas de los espectadores se amontonó sobre sus bucles opacos y sobre su brillo labial vencido y se convirtió en cucarachas, en esas cucarachas que no se atrevía a matar dentro de su casa y que le hacían subir los pies al sillón. Entonces soltó un grito y se puso de pie. Nadie se volteó a verla salir corriendo de la sala mientras gritaba que tenía que volver a casa a matar las cucarachas.
Y mientras corría esas dos cuadras vacías de asfalto frío y húmedo, su mente deshilachada se conectó, dándole un corto momento de lucidez en que se reconoció fea, sucia, olvidada y loca... tan loca como para saber que no había ningun él, pero que aún así ella seguiría esperando sentada sola.
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