Lo níveo de mi piel al sol radiante. El aroma a protector solar y tu risita burlona.
Tus dedos entre los míos, tu mano que tironeaba de la mía, guiándome lejos del sendero, porque perdernos siempre va a ser más divertido.
Encontrarme entre tus brazos, enredados en la maleza, en lo silvestre, en lo siempre verde. No tengo aún otra forma de sentirme más viva.
El viento frío de las sierras que quema las mejillas y la nariz, y que a mitad de nuestro enero es una bocanada de aire fresco.
El calorcito de la casa, que nos estaba esperando.
La puesta del sol, esa hora mágica que nos tocaba ver a través de la ventana.
El agua caliente a chorros sobre el cuerpo helado. Cerrar los ojos, aguantar la respiración y meter la cabeza.
Las toallas espesas que si bien no eran abrazos tuyos, muy cerca estaban. Con ese olorcito a suavizante y a placard de madera.
Tu risa clara y brillante al ver los besos que el sol dejó sobre mi piel.
Tus manazas pesadas untando el post-solar fresquito a lo largo de lo que se sentían como kilómetros de piel. No quería que termines nunca.
Tus besos bajo las frazadas.
Son algunas de las cosas del verano que traje sobre la piel.
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