«El que se enamora, pierde» le dijo un día, medio jugando, medio en serio. Y ella le creyó y se lo tomó medio jugando, medio en serio.
Por las dudas, no le daba la mano, excepto para cruzar la calle. Y mientras caminaban pasito tras pasito por el asfalto, apretaba los dedos entre los suyos como si esa mano la estuviera sacando del agua, le acariciaba el dorso con el pulgar haciendo circulitos, y cuando llegaban al cordón de enfrente, dejaba que resbalase de entre sus manos como un puñadito de arena caliente, como la soltó a ella su mamá el primer día del jardín, sin querer que se fuera nunca.
Por las dudas, jamás le besaba la frente, excepto esa vez que se resfrió y levantó algo de fiebre. Para asegurarse, corroboraba con sus labios rozándolo apenitas noche de por medio, y alguna que otra vez cuando despertaba entrada la madrugada.
Tampoco, además, se atrevía a dormir sobre su pecho, no vaya a ser que descubriera que latían los dos al mismo ritmo y luego no hubiera quién la amparase.
Y cada vez que le sonreía, ella miraba hacia otro lado. Tenía esos ojitos de siempre adormilado, un hoyuelo en el lado izquierdo, la barba medio arremolinada en varias direcciones, y los labios más cómodos sobre la faz de la tierra sobre los que dormirse podría ser la tarea más fácil, aunque nunca vaya a animarse a probar, y en combinación, todo eso podía ser el flechazo más grande.
Sin embargo, por las dudas, el cuidado más grande que tenía, era el de cerrar los ojos. Siempre iba con sus ojitos curiosos bien abiertos, no fuera a perderse algo. Pero cuando la besaba, por más que todo el cuerpo se le entumeciera y las extremidades se le derritieran, entre sus pestañas siempre quedaba una rendija por la que dejaba entrar la realidad y el miedo a no poder jugar más.
Hasta anoche.
Cruzaron la calle corriendo y aterrizaron sobre la vereda a los tompicones. Reían a carcajadas limpias, con las bocas abiertas, los dientes brillando a la luz y el aire que les faltaba. Y de repente se vieron a los ojos sin querer y fue inevitable, fue la gravedad, fue magnetismo. Él se aferró a su carita sonrojada y acercó esa boquita de infarto a sus labios cómodos.
Y ella cerró los ojos.
Y cerrar los ojos es perder.
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