Odiaba la lluvia.
Odiaba cómo se mojaban las calles. Odiaba caminar por las calles, entre los charcos, sorteando los más profundos, evitando rotundamente los de barro, intentando no salpicarse los pantalones, las zapatillas, la obligación de tener que salir de casa.
Odiaba el sonido de los truenos como manos gigantes aplaudiendo sobre su cabecita.
Odiaba los vendavales que le revolvían la cabeza y le daban vuelta el paraguas, que siquiera se resistía y levantaba sus bracitos hacia el cielo de cenizas mojadas.
Odiaba las gotitas de agua bailando a su alrededor, mojándole el cabello, que se convertía en soufflé de ricitos salpicados de oro y cristales.
Odiaba lo empañado de los vidrios, el olor a húmedo afuera de la casa, los agujeritos en sus medias, lo mojado de sus manos y de todo lo que sus ojitos alcanzaran a ver.
Odiaba tener que salir de casa con lluvia.
Odiaba tener que despertarse y saber que llovía.
Porque le encantaría quedarse en la cama, oyendo las gotitas repiquetear sobre las chapas del techo, con los bucles esparcidos por la almohada y las piernas enredadas en el acolchado. Ver las zapatillas secas y salvas en un rincón de la habitación en penumbras y los charcos allá abajo, allá afuera.
Le encantaría levantarse luego de un par de horas de dar vueltas en la cama, bajar los pies en medias al piso frío y arrastrarlos escaleras abajo. Acercarse a la nariz el vapor dulce de una taza de té, sacarse el cabello desordenado de la carita sonrojada, de los ojitos hinchados.
Le encantaría sentarse sobre el respaldo del sofá, junto a la ventana por las que las gotitas de agua juegan carreras hasta el suelo.
Y cuando sacara la manito pálida por la ventana y la hiciera bailar bajo el agüacero continuo, transparente, de gotas brillantes que resbalaran por sus deditos largos, por su palma tibia, recién podría decir que le gustaba la lluvia.
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