La sonrisa se le deformó, no escuchaba sus ruegos mudos, no la veía descostillarse, y yo me reí, me reí tanto.
Hoy soy mártir de mi desoída intuición mientras vago y lloro, perdido entre las calles que, tiempo atrás, besé como mías.
De tus labios quebrados pidiendo un segundo beso.
Y escucharte es el orgasmo de mil sirenas, el placer de una flota entera.
Y sus manos resecas, el desierto al que van a morir los sedientos.
Sobre mi cadáver, que de exquisito se derrite entre tus dedos.
Sobre la tierra seca se estrelló el silencio que le regaló al universo el sonido de sus manos acariciando su piel.
Y saborearla a besos es poco decir, poco querer.
La lumbre de su piel se paseaba en la oscuridad cuando la atacaba el insomnio.
Los pies descalzos, el cabello más largo, la mirada un poquito más triste, las lágrimas a flor de piel.
Lo besó como nunca; la pared a su espalda también lo besó, la valija le quemó y la soltó, y su boca ardió en un gemido.
El afuera era terror, ruido, agua hirviendo y piel latiendo.
Una nalga flotando, el cabello cayendo de su balcón en la torre, los pies al borde del abismo.
Odiaba ese río en el medio, odiaba las catorce canciones de distancia.
Y no por ser un cadáver significa que esté muerto. Son cinco años de darle vida a mis depresiones, a mis profundidades, a las palabras que me veo obligada a tragar, y de ayudarme a gritar más fuerte. Soy yo a través de los años, a través de mi historia, y no le pongo punto final porque no se termina acá.
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