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Pepiniere I

PEPINIERE I
EL BAÚL ROJO

Victoria apagó las luces y pasó el candado. Cerrado por hoy.
Sin embargo, adentro todavía brillaba un par de ojos. Estando en el baño el mundo se le oscureció y las puertas hicieron click en el silencio. El vacío que se apoderaba de todo y le tapaba los oídos era cada vez más grande y el vivero entero temblaba de frío con ella. Tragó en seco un par de veces antes de aventurarse al afuera detrás de la puerta a medio lijar; no se lavó las manos, se olvidó de qué lado dejó colgando el borde del papel higiénico, no podía verlo. Por las rendijas de la banderola torcida se colaba un silbido del viento que le contaba que estaba sola ahí.
Atravesó la cocinita con las tacitas todas alineadas y pegadas contra la pared y unas contra otras, como con miedo. El grifo de la bacha brillaba apenas con la luz que entraba por la ventana y le daba una idea de dónde ponía los pies. Cuando llegó a la sala de la mueblería suspiró con alivio, todo era un poco más claro.
Mas no tanto. La vidriera que le dejaba ver la galería, las plantas sacudiéndose con violencia, las mesitas solitarias y la ruta fantasmagórica del otro lado no la hicieron sentirse mejor. Prefirió dejar de mirar afuera, donde de tanto nadie podía hacerse un alguien. Rodó los ojos por entre los muebles dormidos y se acercó a las paredes, buscando entre los cuadros que ahora eran negros el interruptor que encendiera alguna de todas las lámparas que colgaban a la altura de su cabeza. Cuando completó la vuelta a la sala había perdido la cuenta de la cantidad de botones que apretó sin resultado, mas dio una segunda vuelta, por las dudas, y el último y más viejo interruptor hizo la luz en una de las lamparitas vidriadas de colores que colgaba del entrepiso. Se disparó un espectro disparejo y débil de colores entremezclados que apenas le alumbraba los dedos.
Después de un par de vueltas en torno a la fuente de luz que le acariciaba la barbilla, se le ocurrió que quizás encender un par de las velas no dañaría a nadie y no se sentiría tan sola, por lo que reunió un par en el centro de una de las mesas bajas de la sala y se sentó en el suelo frío, rodeada de almohadones plastificados y vacío por doquier.
Fijarse en el alrededor no la ayudaba, cerrar los ojos y escuchar el barullo que hacía el viento, tampoco. Tiritando, apartó la vista de la vidriera y enredó los ojos en las patas de las sillas altas, de los mesones, en las púas de los cactus, en los arabescos y las flores de los almohadones regados a sus pies cruzados como indio. Iba  acariciando con la vista las grietas del piso viejo sobre el que estaba sentada cuando se topó de repente con el baúl rojo a medio abrir y en la mitad del camino, iluminado por la luz que atravesaba la vidriera helada.
Observándolo, todo en ella se turbó, se revolvió. Los cajones parecieron abrir rendijas vacías y oscuras y el teléfono le susurraba cosas que no llegaba a discernir con claridad. El silencio hacía ruido que le apretaba los oídos y el baúl la llamaba por su nombre completo.
Se le secó la boca, se le desbocó el corazón. Las manos gélidas le temblaban con violencia, mas la carne le ardía con voracidad. No podía cerrar los ojos y no podía gritar, y el silencio crecía y la asfixiaba. Los puños apretados le rasguñaban las manos y tenía la mandíbula bajo presión.
Con las rodillas puntiagudas taconeó sigilosamente hasta el baúl y asomó apenas los ojos a la negrura de su interior. Parpadeó un par de veces que parecieron eternas, temblando de miedo sintió su espalda retorcerse en un suspiro que la recorrió desde la nuca y bajo la ropa, y se sintió desfallecer cuando, después de una vorágine de sacudones y asfixia, se encontró a sí misma acurrucada ahí adentro, apretándose las rodillas contra el alma intranquila y tiritando de frío, sola en la oscuridad, incapaz de mover un dedo, de quitarse el cabello enredado de la cara. Desesperada, había perdido la noción del tiempo, mas la mareaba el tic-tac del reloj colgado en alguna de las paredes de la sala. Todo parecía hablarle, susurrarle, gritarle. Todo se sacudía y la ensordecía. Hasta que dejó de escucharlo.
Y el baúl se cerró sobre su cabeza, y sus ojos cansados cayeron rendidos.

Victoria destrabó el candado y encendió las luces. Todas las lamparitas brillaron a la vez. Abrió las ventanas que chirriaron adormiladas y dejaron entrar aun más luz y un trazo del viento frío de esa mañana que empezaba algo nublada. Dio varias vueltas a la sala, abrió la cocina y volvió a revolotear entre los muebles.
De repente, se encontró con que todas las velas de colores estaban amontonadas en una de las mesas bajas, mas estaban intactas, por lo que se tomó su tiempo para acomodarlas. Después, volvió a la cocina, no sin antes cerrar la traba del baúl rojo.

Comentarios

Pipipi 7 ha dicho que…
te gusta inuyasha, no? :)

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