Obligatorio leer escuchando Passionflower
Era todo oscuridad, ceguera y frío en esa esquina. Las piernas entrelazadas en ella misma, el vestido añejo desgarrándose de a poquito como tela de araña, las mejillas grises y las manos que no podía llegar a verse. El silencio aturdía sus oídos y el mundo temblaba con ella. De sed tenía seca la boca y la lengua muy guardada en el fondo del alma. Sus pestañas juntaban polvo que, cuando suspiraba, salía volando como dientes de león despedazados.
Las perlas que guardaba en la boca le rechinaban como el techo que se encogía y se sacudía bajo las caricias violentas del viento y la respiración se le agitaba cada vez que la puerta amenazaba con abrirse. Moría, desfallecía en su rincón, en su oscuridad de espalda rota y ojos cerrados, mas no se creía capaz de arrastrarse hacia la luz, hacia el aire limpio, los espacios abiertos y la brisa frenética corriendo entre la ropa sucia y la piel ardiente.
Con las rodillas arañadas, daba vueltas en los tablones sobre los que dormía, respiraba y soñaba sus horas. El afuera era terror, ruido, agua hirviendo y piel latiendo; ella no era más que suspiros helados, labios quebrados y manos frías, mas tenía la cabecita llena de mariposas.
Se le iba la vida en ese miedo de ojos que no veían más allá de la punta de su nariz cuando la puerta se abrió de una sola sacudida. El rincón y los rincones se llenaron de luz, la oscuridad se secó y abrió por fin los ojos. Más allá del umbral del miedo y de la cerradura rota se extendía eso que realmente le generaba escalofríos, que la retraía y que la ataba a los tablones de su rincón: no veía ya el límite, el horizonte brillaba y el viento ya no chocaba, silbaba.
Se arrastró de a poquito, arrastrando las manos y taconeando con las rodillas, y cuando alcanzó el afuera, se dejó caer de boca en un salto de fe sobre el césped que vibraba en ámbar, sobre la tierra húmeda y caliente; sintió bailotear su vestido, la brisa ansiosa colándose por entre los huecos y desgarros, arrastrándose como una lengua hirviendo por sobre su piel que se coloreaba de rosa bajo el calor del sol. Se estremeció una y mil veces antes de intentar ponerse de pie, con las uñas aferradas a la tierra que latía bajo su peso, los huesos tintinéandole y la boca entreabierta de excitación. El cabello enmarañado se aferraba a la ilusión de brillar bajo esa luz ardiente mientras sus ojos pedían por favor no cerrarse.
Cuando el viento más fuerte sopló, ella clavó ambos pies en la tierra y levantó la cabeza. El resto de su cuerpo se elevó solo hasta que un paso tras otro iban viéndola correr por entre las flores que le acariciaban las piernas. Mirar directo al sol no le dolía, tragar aire le sonrojaba las mejillas, y su boquita entreabierta dejaba estirar las grietas arraigadas en sus labios en una sonrisa temblorosa.
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