Había caminos en su piel y con un dedito tembloroso e hirviente ella los recorría ida y vuelta. Suspiraba en silencio y de vez en cuando frenaba de a poquito y esperaba sentir latir la tierra bajo sus pies. Respiraba penas y no se daba cuenta, y le ardía la cara. Todos los caminos se bifurcaban y se perdían en algún punto, pero ella volvía a empezar, nada tenía para perder. El sol plateado brillaba del otro lado y a la mitad de cada recorrido se le entibiaban más los pies. De vez en cuando, el aire vibraba y le hablaba en susurros, en el idioma de los árboles, y la hacía temblar, y otras veces a ella le daba por acariciar su alma de artista y le pintaba lunares por doquier. Caminaba a ciegas, aturdida en el calor que su piel embelesada generaba y que le embotaba los sentidos. Más de una vez se tentó a caer de rodillas, a aferrarse con uñas y dientes a la tierra sobre la que caminaba perdida, sin rumbo, pero disfrutando de cada paso, ardiendo en el proceso, queriendo enterra...