La nena todavía no sabía dibujar, en su vida había visto un trazo de color atravesar esos cielos blancos tan brillantes que le lastimaban los ojos bajo los fluorescentes del comedor.
Una mano más grande que ya sabía escribir, leer, contar números y contar cuentos rayaba garabatos circulares que rozaban las esquinas y se acercaban peligrosamente a los bordes del paraíso blanco de ese papel. "Intentá vos" le decía, pero ella agitaba la cabeza apenas regada de algunos ricitos; prefería callar y observar.
Por la lámina se extendían arabescos de colores mientras allá afuera se iba oscureciendo el resto del mundo. Y sin embargo, el papelito bajo sus manos brillaba cada vez más. Seguía sin aferrarse a los garabatos, todavía no se animaba a estirar la mano, pero era tan tentador cómo iban dejando estelas de color como aviones a chorro indeleble a través de un firmamento tan volátil.
Acercó la carita a la mesa, los ojitos al borde del papel, a la intimidad entre la puntita de los lápices y la pulcritud del papel, y allí se quedó observando hasta que todos fueron a dormir. Los colores la esperaban ahí, quietitos, impacientes, pero ella guardó sus manos y les contó cuentos, les cantó canciones, guardó silencio. En algún momento crítico de la espera se atrevió a estirar un dedo y acariciar el papel, pasó por encima de las lñineas dibujadas y agitó el aire por encima de los lápices, pero volvió a guardar la manito inquieta y suspiró.
No, todavía nada, no se atrevía.
Algún otro día será.
Apagó las luces y prefirió ir a dormir, ignorando el brillo incandescente del papel que revoloteaba por sobre la mesa y los lapicitos que bailoteaban melancólicos, dejando huellas de colores.
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