Estaba triste, tenía la cabeza vacía y los ojos llenos de lágrimas que de a poquito se iban llenando de telarañas. Los árboles de afuera le decían cosas que ya no quería escuchar, el río que corría un poco más allá la dejaba cada vez más lejos de ese calorcito entrañable.
Su cama era el desierto donde se perdían sus lamentos; los soles pasaban tardíos, agotadores, afiebrados. Las noches eran grados bajo cero, cuencas vacías, mitades agujereadas, sed, hambre, dedos quebrados, cordones desatados. Y así se iba desgastando poquito a poco.
Algún día habían bailado descalzos a la luz del queso gigante que veía en la luna. El rocío, el césped fresco, la tierra fértil entre los dedos. EL cabello al aire y los labios húmedos. Los ojos brillantes de sonrisas y las manos enredadas. El éxtasis de tenerse ahí, así. Y perdida en su fantasía quedaba colgando de la cama, envuelta en las cortinas de hojaldre, de cara al balcón roído, con la boquita abierta.
El resto de la casa era un mar de polvo húmedo, fantasmas tras las cerraduras, silencios encajonados y portarretratos en blanco. Las alfombras le sonreían, las puertas se abrían ante su mirar de caramelo derretido. El puchero de su boca había empezado a quebrarse y sus rodillas eran las almohadas sobre las que acostumbraba a derrumbarse al caer sobre sus hombros la noche, que le acariciaba la espalda huesuda bajo el satén que amarilleaba sollozo a sollozo.
La lumbre de su piel se paseaba en la oscuridad cuando la atacaba el insomnio. Y cuando el cansancio ganaba, se echaba de lado sobre las sábanas aun impecables, respiraba despacito, cerraba los ojos, se dejaba hundir en la almohada y corría a refugiarse en esa vez en que, perdida en sus brazos hirvientes, con la nariz pegada a su cuello, sentía el latir de su corazón, el escurrir de esas manos en el largo de sus cabellos, los besos con aroma a te quiero. Fuera de sus sentidos, apagada la voz de la razón, lo escuchaba susurrar "ya vamos a estar mejor".
Y ella esperaba.
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