Estábamos sentados en el suelo de baldosas rojas de la cocina de tu departamentito. Estuvimos ahí toda la tarde, agotando los temas sobre los que hablar, opinar y discutir hasta ponernos rojos y terminar riendo, porque ninguno de los dos podía verse bien con los ojos brillantes, las mejillas coloradas, los cabellos revueltos y la boca abierta a más no poder. Bueno, quizás yo no me viera bien, pero vos...
Ya era de noche, o por lo menos eso parecía, a seis pisos de altura sobre el suelo y las cabezas inocentes que caminaban calle abajo.
El pasillo entre la mesada y la pared que limitada la cocina dejaba tus jeans rozando mis zapatillas, tu espalda encorvada contra el anaranjado de la pared y tu carita viendo fijo hacia la mía. Una sola vez me quedé callado, sin saber qué decir, viendo la luz incidir con timidez sobre tus cabellos, tus pecas, tus hombros pálidos y tersos, y para sacarme de ese sopor me sonreíste. Desde ese momento empecé a callar más seguido sólo para verte sonreírme así, como si fuera sólo tuyo y tuvieses el derecho de reclamarme a mis adentros oscuros y turbados.
Hasta que, sin darme cuenta, ya hacían diez minutos de silencio y estábamos ahí, calladitos, escondidos en la oscuridad, como un par de nenes, ¿pero de quién nos escondíamos? Vos seguías sonriendo, divertida con la idea de que aún nadie nos encontrase, mientras que yo intentaba reflejar esa seguridad que vos irradiabas, muriendo por que alguien encendiese la luz al grito de "¡acá están!" a la vez que quería seguir ahí, acurrucado en el rincón.
Me da tanto miedo saber que vos podés ser quien abra la puerta, encienda la luz, me saque de los pelos de mi escondite y al verme a la cara me dejes ahí tirado, a plena luz, y salgas corriendo.
Sos perfecta. Me estremezco al verte ahora en la pseudo-penumbra a la que nos sometemos inconscientemente, con los ojos dando vueltas por la cocina, tus cabellos acompañando los ademanes de tus manitos blancas, tu sonrisa enternecedora al punto de hacerme sentir chiquito, y tu risita contagiosa, contándome sobre el conejo de Lil, sobre la pintura seca en los baldes blancos, diciéndome que está bueno estar en la oscuridad, que así no suma tanto la boleta de la luz y que conmigo cualquier pasillo brilla al final. Y yo sólo quiero llorar, derrumbarme solo y elegir que siquiera sepas de mí y así nunca te enteres de todo lo que me provocás.
-¿Por qué tan callado? -me preguntaste de repente, con la preocupación nadando en tus ojitos.
-Nada, estoy algo colgado hoy, perdoná -fue la única respuesta que pude darte y que para nada te convenció, pero intenté hacerla sonar despreocupada, con una sonrisa y un dedo largo acariciando el largo de tu nariz.
Te enderezaste, te acercaste un poquito más a mí y me miraste seria, escrutaste cada una de mis facciones y te quedaste ahí. Yo podía sentir tu respiración suavecita y tibia y por un momento me perdí en un beso que no te di; perdí la razón acercándome a tu boquita de cereza, degustando del aroma de tu piel mientras te enamoro de a poquito con caricias boca a boca, con los dedos enredados en tu cabello y tus bracitos rodeando mi cuello.
Te quiero así, perdida en la pasión de un beso, en mis brazos, sobre mis labios, aferrada a mí como si fuera la última orilla de tu amor náufrago, pero no puedo más que querer, más que amarte en silencio mientras te veo ir dando pasitos cortos a mi lado sin tomarme nunca de la mano.
Ahí vas vos, ese sueño hecho realidad por el que no quiero despertar y que yo dejo ir para no terminar perdiendo.
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