Escuchaba llover. ¡Ay, si!, escuchaba llover. ¡Y cómo llovía! Pero cada vez que sus pasos levantaban polvo y ecos de la alfombra, y las lagrañas de sus ojos de maquillaje derretido se asomaban al afuera tras los vidrios, veían radiar el sol más allá de nubarrones azulados que amenazaban con derramarse sobre los adoquines amohosados de la calle y los rosales podridos del patio trasero, pero nada sucedía.
Estaba sentada en el cuarto piso de esa casona de seis para ella, que era una sola, bajo el techo de pizarra que repiqueteaba, con la araña de bronce ahogada en telarañas de seda pendulando sobre la mugre de sus cabellos de avellana. Tenía la mirada clavada en los gimoteos de la alfombra enredada bajo sus piecitos blancos, y el fantasma del placard daba tumbos contra las cerraduras ciegas.
Cantaba las notas que las gotas de lluvia le arrancaban a sus oídos inocentes, y en la oscuridad de ese día sus dedos acariciaban y escarbaban en las grietas de las paredes, en el empapelado despegado, entre los zócalos deshechos.
A veces, cuando escuchaba llover por la noche, cuando la penumbra se adueñaba del fulgor del sol y las nubes se tornaban del rojo de las rosas que hacía meses se habían fugado de sus macetas, ella se enredaba en lo apolillado de sus sábanas y cantaba a pulmón herido.
Las malas lenguas, esas que se cortan con un poquito de azúcar y sangran con la verdad, cuchichean blasfemias cuando, a través de las ventanas limpias de la gente que se proclama común, se la ve danzando en la calle aburrida esas tardes grises en que los murciélagos pierden el sentido de la luz y la oscuridad y dan vueltas por sobre esa cabeza enmarañada de cabellos e ideas de las que no tiene consciecia.
Sus ojitos perdidos son el cementerio de los arcoiris después de cada diluvio, y sus manos resecas, el desierto al que van a morir los sedientos. La voz que ella ya no reconoce la tiene enamorada, y los pasillos que la escuchan cantar tiemblan y se doblegan a su paso.
Camina sola, baila sola y canta a los cuatro vientos bajo una lluvia que le gusta imaginar. Se le enriedan los dedos en el cabello, se le transparenta la ropa, se le amarillean los dientes, y nadie la ve cuando todos la miran ahí, mojada, en medio del palomar vacío y techado que ella reclama como suyo cuando su casa enorme le queda chica a su imaginación.
Encontrándose una tarde a mitad de la calle por la que los autos ausentes no se dignaban a esquivarla, los truenos entonaron para ella y a cuentagotas empezó a arreciar sobre la mugre que formaba lunares sobre sus pecas. Ella no se dio cuenta y por eso no bailó, no cantó, no giró descalza sobre el pavimento caliente, y recién cuando el sol salió y la lluvia se secó, el cerrarse de las puertas retumbó por toda la casa mientras ella, sola y divertida, ilusionada y enamorada, corría a la ventana porque escuchaba llover.
Yo también escucho llover a veces (:
Comentarios
dejame, pues, ser tu eterno enamorado. Se mi sueño y yo sere la calma de tus oniricas ilusiones.
Te Amo.