"Yo puedo volar", se dijo una mañana mientras regaba las plantas del jardín del frente de su casona. Una casona vieja, que se venía abajo. Renegrida, de varios pisos, con vitrales y muebles cubiertos de polvo.
La mujer que vivía ahí, empequeñecida por una joroba, disminuida por tener una pierna más corta, caminaba por su casa con tres patas y un bolso colgando del hombro derecho.
"¿Estaré algo loca?" se preguntó una noche mientras se acostaba saludando a su marido acostado a su lado en la cama. (Cuando su marido hacía veinte años había fallecido de fiebre amarilla.)
Un día abrió la puerta de las escaleras de la terraza y sin darse cuenta ya estaba trepada en la baranda, como si en ello se le fuera la vida.
El viento le golpeó el rostro, le sacudió los pocos blancos cabellos y se le metió entre las arrugas del cuello. ¡Eso era libertad!
Pero la libertad le estaba costando horrores, le hacía doler los brazos y no podía seguir aferrándose a ella, por lo que se bajó de la baranda, como un pájaro rendido, y volvió al jardín, a seguir regando.
Algunos de los vecinos más jóvenes, esos ratones bélicos que no sabían lo que harían de su vida, la veían subir a la terraza todas las tardes, cuando el sol dejaba en penumbras la casona, para mirar el horizonte como si fuera una de las líneas para colgar la ropa. Luego la veían de nuevo en su jardín, una selva atestada de yuyos y plantas sin chiste, con cara de depresión, como si recién se enterase que a su perro lo había atropellado un auto. En esos momentos daba la impresión de ser un murciélago: estirándose en la húmeda oscuridad de su prisión, chillando de pena y para ella misma.
A las chismosas les daba pena y nada de qué hablar, los niños huían escandalizados o se atrevían a lanzar cosas que iban a parar escondidas entre las plantas, y los más grandecitos y audaces, amenazaban con entrar alguna vez y contaban historias que jamás podrían haber pasado.
Pero de todo esto la mujer no se enteraba. Para ella había un solo lugar que le llamaba la atención y no era su selvático jardín, ni su renegrida casona, ni la calle por la que corrían autos y niños: sólo quería llegar allá donde sabía que podía: esa línea anaranjada que veía todos los días desde el balcón de su casa.
Y un día pasó una pierna, luego la otra, por la baranda. Cuando se dio cuenta, estaba a un paso de salir a volar.
Y sus manos se soltaron, y sus zapatos bailaron ingrávidos en sus pies, y su mejor vestido, apolillado, ondeó. Volaba...
La mujer que vivía ahí, empequeñecida por una joroba, disminuida por tener una pierna más corta, caminaba por su casa con tres patas y un bolso colgando del hombro derecho.
"¿Estaré algo loca?" se preguntó una noche mientras se acostaba saludando a su marido acostado a su lado en la cama. (Cuando su marido hacía veinte años había fallecido de fiebre amarilla.)
Un día abrió la puerta de las escaleras de la terraza y sin darse cuenta ya estaba trepada en la baranda, como si en ello se le fuera la vida.
El viento le golpeó el rostro, le sacudió los pocos blancos cabellos y se le metió entre las arrugas del cuello. ¡Eso era libertad!
Pero la libertad le estaba costando horrores, le hacía doler los brazos y no podía seguir aferrándose a ella, por lo que se bajó de la baranda, como un pájaro rendido, y volvió al jardín, a seguir regando.
Algunos de los vecinos más jóvenes, esos ratones bélicos que no sabían lo que harían de su vida, la veían subir a la terraza todas las tardes, cuando el sol dejaba en penumbras la casona, para mirar el horizonte como si fuera una de las líneas para colgar la ropa. Luego la veían de nuevo en su jardín, una selva atestada de yuyos y plantas sin chiste, con cara de depresión, como si recién se enterase que a su perro lo había atropellado un auto. En esos momentos daba la impresión de ser un murciélago: estirándose en la húmeda oscuridad de su prisión, chillando de pena y para ella misma.
A las chismosas les daba pena y nada de qué hablar, los niños huían escandalizados o se atrevían a lanzar cosas que iban a parar escondidas entre las plantas, y los más grandecitos y audaces, amenazaban con entrar alguna vez y contaban historias que jamás podrían haber pasado.
Pero de todo esto la mujer no se enteraba. Para ella había un solo lugar que le llamaba la atención y no era su selvático jardín, ni su renegrida casona, ni la calle por la que corrían autos y niños: sólo quería llegar allá donde sabía que podía: esa línea anaranjada que veía todos los días desde el balcón de su casa.
Y un día pasó una pierna, luego la otra, por la baranda. Cuando se dio cuenta, estaba a un paso de salir a volar.
Y sus manos se soltaron, y sus zapatos bailaron ingrávidos en sus pies, y su mejor vestido, apolillado, ondeó. Volaba...
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Son las 4 de la mañana. A mí estas cosas me salen cuando todos duermen, la ventana está abierta, el aire acondicionado zumba y hay poca luz. Y me gusta cómo quedan, para colmo.
Comentarios
ES ESPECTACULAR!:p
JAJA TE QIEROOOO!
Me dio mucha lastima por la señora, o mejor dicho, por la forma en la que quería volar.
Saludos.