Escuchaba llover. ¡Ay, si!, escuchaba llover. ¡Y cómo llovía! Pero cada vez que sus pasos levantaban polvo y ecos de la alfombra, y las lagrañas de sus ojos de maquillaje derretido se asomaban al afuera tras los vidrios, veían radiar el sol más allá de nubarrones azulados que amenazaban con derramarse sobre los adoquines amohosados de la calle y los rosales podridos del patio trasero, pero nada sucedía. Estaba sentada en el cuarto piso de esa casona de seis para ella, que era una sola, bajo el techo de pizarra que repiqueteaba, con la araña de bronce ahogada en telarañas de seda pendulando sobre la mugre de sus cabellos de avellana. Tenía la mirada clavada en los gimoteos de la alfombra enredada bajo sus piecitos blancos, y el fantasma del placard daba tumbos contra las cerraduras ciegas. Cantaba las notas que las gotas de lluvia le arrancaban a sus oídos inocentes, y en la oscuridad de ese día sus dedos acariciaban y escarbaban en las grietas de las paredes, en el empapelado despegad...