Se había enrulado el cabello con esmero, sus labios brillaban como los de las propagandas de Avon. Su cintura estaba enfundada en una bonita camisa de pequeños botones y sus zapatitos chatos negros brillaban bajo las luces tenues de la sala polvorienta. Se había sentado en la fila del medio, en la butaca de la mitad, mirando hacia ambos lados, esperando a que él se apareciera entre las cortinas de raído terciopelo. Pero a quién quería engañar, ella había ido sola, había comprado su entrada y ahora estaba sentada en esa butaca descarcarada con la ilusión de que él (sí, él ), llegase y de espaldas la reconociera, se sentase a su lado y no dejara de hablarle durante toda la escueta puesta en escena de la noche. Las luces se apagaron, las pocas personas que deambulaban por el mugroso lugar tomaron asiento en las butacas de terciopelo colorado carcomido, y el telón agujereado empezó a subir. Un piano negro de cola, arañado por el tiempo y aburrido de las arañas apareció en escena, con un h