"Yo puedo volar", se dijo una mañana mientras regaba las plantas del jardín del frente de su casona. Una casona vieja, que se venía abajo. Renegrida, de varios pisos, con vitrales y muebles cubiertos de polvo. La mujer que vivía ahí, empequeñecida por una joroba, disminuida por tener una pierna más corta, caminaba por su casa con tres patas y un bolso colgando del hombro derecho. "¿Estaré algo loca?" se preguntó una noche mientras se acostaba saludando a su marido acostado a su lado en la cama. (Cuando su marido hacía veinte años había fallecido de fiebre amarilla.) Un día abrió la puerta de las escaleras de la terraza y sin darse cuenta ya estaba trepada en la baranda, como si en ello se le fuera la vida. El viento le golpeó el rostro, le sacudió los pocos blancos cabellos y se le metió entre las arrugas del cuello. ¡Eso era libertad! Pero la libertad le estaba costando horrores, le hacía doler los brazos y no podía seguir aferrándose a ella, por lo que se bajó de ...